Encuentros en la tercera fase con Joseph Conrad (III)
Encuentros en la tercera fase con Joseph Conrad (III)
Para inaugurar el otoño, una pregunta. Veamos, ¿qué es lo que nos impulsa a escribir? ¿Qué nos obliga a dar cuenta de unos hechos, una experiencia, un sentimiento?
Hemos reunido a H. E. Nossack y a Joseph Conrad en Hamburgo, una ciudad mil veces destruida y mil vez renacida de las cenizas.
Nossack, con un cigarrillo entre los dedos, explica a Conrad cómo y por qué escribió su primer libro, El hundimiento (Hamburgo, 1943) y se lo cuenta a Conrad una mañana soleada de otoño entre las ruinas que vivió al término de la II Guerra Mundial. Conrad,por su parte, detalla de dónde le vino ese extraño imperativo que le llevó escribir El espejo del mar, uno de sus libros más emotivos, un homenaje «al mar imperecedero, a los navíos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyos días han concluido». A continuación, un fragmento de este encuentro…
NOSSACK: Asistí a la destrucción de Hamburgo como espectador. El destino me libró de desempeñar algún papel. No sé por qué; ni siquiera tengo claro si debo tomármelo como un privilegio. He hablado con cientos de personas que estuvieron allí, hombres y mujeres; lo que contaban, si es que decían algo al respecto, es tan increíblemente aterrador que cuesta entender cómo lograron sobrevivir. Pero tenían su papel y su pie, y debían actuar en consecuencia; y lo que eran capaces de contar, por más desgarrador que fuera, es siempre sólo una parte que guarda relación con su papel. Al fin y al cabo, cuando salieron de sus casas en llamas, la mayoría no sabía que estaba ardiendo toda la ciudad. Creían que era sólo su calle, a lo sumo su barrio, y tal vez fuera ésa su salvación.
Para mí la ciudad se hundió como un todo, y el peligro consistía en que, sabiendo y viendo lo que pasaba, se apoderara de mí el sufrimiento de un destino colectivo.
Siento que me han encomendado dar cuenta de ello. Y que nadie me pregunte por qué oso hablar de un mandato: no podré responderle. Tengo la sensación de que jamás podría volver a abrir la boca si no me ocupara antes de esto. Me siento también impulsado a hacerlo justo ahora; es cierto que ya han transcurrido tres meses desde entonces, pero como la razón no alcanzará nunca a comprender lo que ocurrió ni a preservarlo en la memoria como un hecho real, temo que se vaya desdibujando poco a poco como una pesadilla.
CONRAD: Más allá de la línea del horizonte marino el mundo no existía para mí, como sin duda tampoco existe para los místicos que buscan refugio en las cumbres de las montañas. Me refiero ahora a esa vida interior, muy profunda, que contiene lo mejor y lo peor que puede acontecernos en los temperamentales abismos del alma, donde un hombre a buen seguro debe vivir en soledad, sin renunciar por ello a la esperanza de conversar con sus semejantes.
Esto quizá sea todo cuanto necesite decir en esta ocasión acerca de estas, mis palabras de despedida, acerca de este, mi último estado de ánimo, hacia mi gran pasión por el mar. Digo que es grande, pues para mí lo era. Otros podrán tomarla por un capricho estúpido. Lo mismo se ha dicho de toda historia de amor. Sea como fuere, lo cierto es que era demasiado grande para expresarse con palabras.
Así es como siempre lo he sentido vagamente; por eso las páginas que siguen son una confesión sincera a partir de ciertos hechos reales en las que una persona cordial y comprensiva acaso pueda encontrar la íntima verdad de una vida casi entera. Aun cuando no pueda decirse que medie toda una vida entre los dieciséis y los treinta y seis años, sí constituye un buen trecho de esa clase de experiencia que lentamente enseña a un hombre a ver y a sentir. Para mí es un periodo único, y, cuando lo abandoné para emerger a una atmósfera distinta, por así decir, pensé: «O cuento ahora lo vivido o sigo siendo un desconocido hasta el fin de mis días», lo hice con la inquebrantable esperanza que nos acompaña tanto en la soledad como en la multitud, de hacerme entender en última instancia, algún día, en algún momento.
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