Viajamos a Zúrich con Hugo Ball, Lenin y James Joyce. Año 1916

Viajamos a Zúrich con Hugo Ball, Lenin y James Joyce. Año 1916

Hoy día 23, día tan cacareado, pero tal vez nunca lo suficiente, del libro. Día también de Castilla y León. Día por tanto festivo. Como en Cataluña y en Aragón.  Y como suele ocurrir, lo que aquí, en la vieja Castilla, hoy se celebra es una gran derrota: la que puso fin a la guerra de las Comunidades de Castilla que enfrentó al emperador Carlos V con los campesinos comuneros sublevados, entre otros motivos, por la excesiva presión fiscal que había impuesto el emperador.

Pero preferimos salir de viaje. A una ciudad y a una fecha. Zürich, 1916.

Hay lugares que en un momento dado se convierten en un extraño epicentro donde confluyen distintos impulsos creativos y coinciden personalidades muy singulares, a veces contrapuestas. Recordemos, por nombrar unos pocos, aquel Montmartre que vio nacer la bohemia en el siglo XIX con Henri Murger a la cabeza; el café madrileño La Colonial de la Puerta del Sol, atiborrado de locos e incomprendidos ultraístas;  el Bateau-Lavoir, ese edificio cochambroso donde vivieron Picasso y Modigliani, además de otros artistas paupérrimos, desde 1904 a 1909; o el Montparnasse por cuyas tabernas y calles se cruzaban Vincent van Gogh, Alfred Jarry, Jacques Villon, Henri Matisse o Erik Satie. Y mención especial merece la historia del barrio neoyorquino de Greenwich Village, en cuyos bares de madrugada, allá por 1946, brindaban y se emborrachaban con alevosía, codo con codo, los jovencísimos  Dylan Thomas, William Gaddis, Delmore Schwartz. Un barrio, una atmósfera y una energía del que, por cierto, escribió un libro maravilloso Anatole Broyard, quien estuvo allí mismo, dueño por entonces de una librería, con y entre todos ellos. El libro donde relata aquella irrepetible época, que en inglés lleva por título Kafka Was the Rage, lo publicaremos durante el primer trimestre del año que viene.

Zúrich, la ciudad que hoy nos ocupa, conjugó en 1916 el destino de tres nombres: Vladimir Lenin, James Joyce y Hugo Ball. Vecinos los tres entre los meses de enero y de junio de 1916. Los tres en torno de la calle Spielgasse, en plena guerra mundial, en suelo neutral, mientras el primero escribía su obra más importante, Imperialismo, fase superior del capitalismo;  el segundo se concentraba en dar forma a la que años después sería la suya, Ulises; mientras que el tercero fundaba junto a Emmy Hennings, Tristan Tzara (pseudónimo de Sami Rosentock, que en rumano suena a algo así como «triste en el país»), y Jean Arp, lo que hoy recordamos como el legendario Cabaret Voltaire. Un espacio destartalado desde donde lanzaron a un mundo en llamas una propuesta contundente, radical, inocente: el movimiento Dadá.

James Joyce vivió junto a su familia en el tercer piso de este edificio situado en la calle Kreutzstrasse, n.º 19, entre el 15 de octubre de 1915 al 31 de marzo en 1916. Según su correspondencia, Joyce no parecía pasar por un buen momento. Acosado por las deudas, y en tanto que se afanaba en promocionar Dublineses,  recién publicado en Estados Unidos, y en buscar editor para Retrato del artista adolescente, se concentraba en su Ulises. Su particular odisea. A pesar de padecer ese mismo año un colapso nervioso, una depresión, de sufrir de glaucoma y sinequia, aseguró a su editor norteamericano B.W. Huebsch, que 1916 había sido, sin lugar a dudas, su año de la suerte. 

En esta angosta calle, Spiegelgasse, situada en el casco viejo de Zúrich, se alojaron Lenin y el Cabaret Voltaire, que unos irreverentes y contestatarios artistas, como contestatario fue el joven Lenin, fundaron el 5 de febrero en el número uno de la calle. Recién iniciado 1916, alguien allí dentro gritó: «Dadá».

Un piano algo desafinado comienza a sonar y de inmediato entran en escena un hombre y una mujer: el escritor y director escénico Hugo Ball y, su pareja, Emmy Henning, actriz y bailarina. Ambos son alemanes y emigran en 1915 para refugiarse en la tranquila Zúrich; zona neutral durante la guerra a unos escasos 20 kilómetros de la frontera con Alemania.  

En la foto vemos a Ball vestido con la extravagancia que seguro causó tanto risa como estupefacción. Y no era para menos, pues a su lado, aunque en la foto no se la vea, Emmy Henning, que viste de manera formal, de pronto comienza a bailar de forma extraña, convulsamente, movimientos que tratan de traducir los poemas fonéticos que lanza al vacío del Cabaret Voltaire a su compañero. 

Que nadie se pierda, por el amor de dios, La huida del tiempo, el extraordinario diario de Hugo Ball, donde se narra el nacimiento y defunción del dadáismo, tal como lo entendió él, en su expresión más pura, antes de que resucitara por arte y milagros de Tristan Tzara, y se convirtiera en esa otra cosa en la que se transforma un movimiento tocado por la mercadotecnia y el negocio.

 

En este otro libro, Arte desde 1900, de Hal Foster y Rosalind E. Krauss (Akal), igualmente fundamental para estudiar el arte del siglo XX, se lee lo siguiente:

«El grupo internacional de poetas, pintores, cineastas atraídos a la Suiza neutral antes de la guerra o durante el conflicto incluía  a los alemanes Ball (1886-1927), Emmy Hennings (1885-1948), Richard Huelsenbeck (1892-1974) y Hans Richter (1888-1976), los rumanos Tzara (1896-1963) y Macel Janco (1895-1984), el alsaciano Hans Arp, la suiza Sophie Taeuber y el sueco Ving Eggeling (1880-1925).

     »[El Cabaret Voltaire] Bautizado con el nombre del satírico francés del siglo XVIII (autor de Cándido, un ataque contra las idioteces de su época), el cabaret fue fundado el 5 de febrero de 1916, como mofa vodevilesca de "los ideales de la cultura y el arte": "Éste es nuestro Cándido contra los tiempos", escribió Hugo Ball en su diario La huida del tiempo. "La gente actúa como si nada sucediera, [como si] toda esta carnicería civilizada [fuera] un triunfo». Los dadaístas pretendían representar esta crisis de manera histérica, pero también, en medio de ese caos representado, "llamar la atención, salvando las barreras de la guerra y el nacionalismo, de los contados espíritus independientes que viven por otros ideales" (Ball). Rodeados de carteles expresionistas y de cuadros primitivistas de Janco y Richter, estos provocadores recitaban manifiestos, contradictorios (tanto futuristas como expresionistas), poemas en francés, alemán y ruso (es decir, en lenguas de diferentes bandos de la guerra) y salmodias cuasiafricanas; también idearon conciertos con máquinas de escribir, timbales, rastrillos y tapaderas de ollas. "Pandemónium total", lo describió Arp a posteriori. "La gente que está a nuestro alrededor grita, ríe, gesticula. Nuestras respuestas son suspiros de amor, ataques de hipo, poemas, mugidos y maullidos de bruitistas [literalmente, hacedores de ruido] medievales. Tzara menea el trasero como si fuera el vientre de una bailarina oriental. Janco toca un violín invisible y hace reverencias y genuflexiones. La señora Hennings, con cara de madona, se abre completamente de piernas. Huelsenbeck aporrea sin parar el gran tambor, mientras Ball le acompaña al piano pálido como un fantasma de tiza. Nos concedieron el título honorario de nihilistas".

     »Pero no sólo eran nihilistas. Los dadaístas representaron los trastornos del exilio en formas casi solipsistas («Tristan Tzara», pseudónimo de Sami Rosentock, sugiere en rumano «triste en el país»), pero también formaron una comunidad de artistas comprometidos con la política internacionalista y los lenguajes universales (que Richter y Eggeling, por ejemplo, buscaron en el cine abstracto). Fueron destructivos de espíritus pero también a menudo afirmativos; retrógrados de postura, pero también a veces redentores».

Aquí tenemos a un jovencísimo Vladimir Lenin. ¿Y qué tiene que ver Lenin en todo esta odisea dadaísta? Pues que fue vecino del Cabaret Voltaire. De hecho, durante ese año de 1916 residió justo al lado: a su cassa se llegaba cruzando la calle Spiegelgasse en diagonal desde el cabaret. Suponemos, que tanto los dadaístas como el mismísimo Lenin debieron de acostumbrarse al fuerte olor de una poderosa fábrica de salchichas típica de la Mitteleuropa que expandía sus humos por allí cerca.

A modo de curiosidad, y para divertirnos, recordamos la edición de un libro, Lenin Dadá, del francés Dominique Noguez, publicado por Península. Más que una biografía, más que una novela, una estupenda hipótesis dadaísta que vincula a Lenin con los miembros del Cabaret Voltaire. En este artículo os invitamos a leer las líneas argumentales de este divertido disparate:    

«Con el pseudónimo de Señor Dolganeff, Lenin fue organizador de varias veladas. En una de ellas, entusiasmado por su propia obra y bajo los efectos del alcohol, se puso a gritar: "¡Da, da!", es decir, "Sí, sí" en ruso. Sí a la vida, al arte y a la juerga. Había nacido el dadaísmo por boca del camarada. Todo ello perfectamente certificado en la estudiosa obra de Noguez.»

Sí, sí. En cambio, para Ball el término «Dada» contenía diferentes asociaciones: en rumano, por ejemplo, Dada significa, como en ruso, «sí, sí»; en francés, «caballito de juguete». Para los alemanes en una indicación de ingenuidad idiota y de preocupación de la procreación y el cochecito infantil. 

Acabamos por hoy este largo texto. Y lo acabamos porque la corta vida del Cabaret Voltaire terminó bruscamente el 23 de junio de 1916 con una representación legendaria de Ball, narrada así en La huida del tiempo:

«Mis piernas estaban metidas en una columna redonda de cartón azul brillante, que me llegaba esbelta hasta la cadera, de modo que hasta allí tenía el aspecto de un obelisco. Por encima llevaba una enorme capa hasta el cuello, recortada en cartón, forrada de escarlata por dentro y de oro por fuera […] A esto había que añadir un sombrero de chamán con forma de chistera, alto, a rayas azules y blancas. […] Hice que me llevaran a la tarima en la oscuridad y comencé a decir lenta y solemnemente: «Gaddi beri bimba / glandridi lauili lonni cadori / gadjama bim beri glassala / glandridi glassala […]».

Desde aquí, hoy, invocamos en sueños pero con fuerza y con una rabia no exenta de cierta candidez, el espíritu de aquel extraño tiempo... 

[Foto de portada: Sophie Tauber y Arp en el Cabaret Voltaire, en 1916.]