Agatha: "Extraordinaria, emocionante y poética (sin exagerar)". Manuel Hidalgo en El Cultural
Agatha: "Extraordinaria, emocionante y poética (sin exagerar)". Manuel Hidalgo en El Cultural
Ágatha: Sara Mesa y Pablo Martín Sánchez, tras la huella de Melville y Hawthorne
A ver si no me lío con los detalles que son muchos y jugosos. Ágatha nos plantea un enigma sustanciado y ampliado en un juego literario. Herman Melville (1819-1891), en horas muy bajas, destruyó su manuscrito de La isla de la cruz, un relato que un editor había rechazado y cuyo argumento básico, previamente, el escritor neoyorkino había brindado a su difícil amigo Nathaniel Hawthorne (1804-1864), que declinó el ofrecimiento de desarrollarlo.
El argumento propuesto por Melville a Hawthorne se basaba en los intrigantes e incompletos datos que un abogado, John H. Clifford, le había confiado sobre unos hechos en los que tuvo que intervenir profesionalmente. Esos hechos, esencialmente, atañen a una mujer joven y pobre de Pembroke, Ágatha, hija de un farero, que salvó la vida de un marinero que había naufragado, se casó con él y se quedó embarazada de una niña. El marido desapareció muy pronto, con la falsa excusa o con la intención verdadera, de buscar trabajo. La madre dijo a la hija que su padre había muerto y no volvió a tener relación con ningún otro hombre. El marinero no regresó hasta diecisiete años después, conoció a su hija adolescente, sólo permaneció una noche en la casa y volvió a marcharse. ¿Por qué? Después, pasaron muchas más cosas –unas, conocidas por el abogado informante de Melville, y otras, no–, que, como piezas de un puzle, pueden encontrarse en Ágatha, el libro que acaba de publicar La uÑa RoTa.
La misma editorial publicó el año pasado, Cartas a Hawthorne, la correspondencia que Melville envió a su amigo entre enero de 1851 y diciembre de 1852. En esa correspondencia es donde el autor de Moby Dick (1851) proporciona al autor de La letra escarlata (1848) el informe que sobre el caso le había proporcionado Clifford y le invita, por considerarla muy adecuada para él, a recrear o fabular la historia. ¿Adecuada? El padre de Hawthorne, capitán de la marina mercante, murió cuando el futuro escritor sólo tenía cuatro años.
Desaparecido, como hemos dicho, el manuscrito de La isla de la cruz, pero disponiendo del resumen de los sucesos proporcionado por el abogado Clifford, los editores de Ágatha han logrado que Sara Mesa (Mala letra) y Pablo Martín Sánchez (El anarquista que se llamaba como yo) se presten a escribir su versión del relato que Melville destruyó y que Hawthorne nunca quiso escribir.
Empezando por el segundo, Martín Sánchez crea un personaje que viaja hoy con su mujer a Liverpool, lugar del encuentro fugaz y último en 1856 entre Melville y Hawthorne, que se habían conocido seis años antes. El azar quiere –esquema del manuscrito perdido y hallado– que el profesor –entiendo o creo recordar que es profesor– encuentre y pueda reproducir el supuesto texto de La isla de la cruz.
Martín Sánchez, en La historia de Ágatha, realiza, sobre la tenue trama de un viaje y de una indagación, un doble ejercicio: escribir “al modo de” Melville –mímesis estilística, pastiche– La isla de la cruz y documentar, como haría un editor académico de una novela, tanto aspectos de la escritura de Melville –con notas y detalles de una intertextualidad en su obra– como las relaciones entre éste y Hawthorne. Salvo invenciones menores, el texto que Martín Sánchez “atribuye” a Melville no se separa demasiado de los hechos narrados por el abogado Clifford –que pueden leerse al final del libro– y la peripecia de su personaje en Liverpool –contada en primera persona– carece de relieve, salvo una pirueta final que parece guiñar un ojo a la real peripecia de Ágatha.
La estrategia seguida por Sara Mesa en su relato Un reloj y tres chales es muy distinta. Desde su madurez, Rebecca, la hija de Ágatha y el marinero, cuenta su historia, todo lo que ha vivido desde que su padre –al que creía muerto, recuerdo– volvió por una noche a su casa.
La narración de Sara Mesa es extraordinaria, emocionante y poética (sin exagerar). Mesa toma los datos de Clifford que le interesan y va al grano, al grano de la invención y de la creación de una historia.
Lo primero que quiero decir es lo bien que se las ha apañado Mesa para llevar esa historia de ambiente y presuntos rasgos decimonónicos a su terreno. Me explico: la entraña de la trama desplegada por Sara Mesa no se aleja un ápice de las historias de personajes dolientes, rotos, extraños o difíciles que, en contextos familiares y sociales, la escritora madrileña viene construyendo en sus novelas y cuentos.
Me ha resultado asombroso comprobar cómo Sara Mesa ha conseguido tal hazaña –ser ella misma, otra vez–, sin mirar a los lados, apenas esbozando –sin muecas– una escritura y una voz que, eso sí, se correspondan, tan verosímil como despreocupadamente –aunque le haya costado su trabajo–, con las de un autor o autora del siglo XIX.
Pero, casi más importante aún –y sin casi–, es el modo en el que, más allá del argumento, ha construido con gran hondura psicológica y profundidad de campo tres magníficos personajes: el padre, la madre y la hija que narra. Los tres aquejados –Mesa lo menciona a propósito del padre– por una “enfermedad del alma”, sin duda, dadas las circunstancias vividas, contagiosa.
Particularmente interesante es la evolución de esos tres personajes desde el desamor, el rencor o la incomprensión radicales hacia zonas donde resplandece el amor, la compasión y el entendimiento. En tal sentido, la oscuridad moral o del ánimo, tan característica de la narrativa de Sara Mesa, está intervenida aquí por la presencia de potentes y benéficos rayos de luz, pues Rebecca, la hija, va cambiando con calidez la mirada, en principio hostil, hacia su padre y hacia su madre hasta que el amor ocupa un lugar que sólo parecía destinado al vacío y al resentimiento. No puedo transcribirlas aquí, pero las dos últimas líneas del texto de Sara Mesa son maravillosas y parecen contener una propuesta o un sentido de esperanza y bondad infrecuentes en su narrativa.
Transcribiré otras. Los zorros y los coyotes, en un invierno durísimo, roban comida y matan gallinas en las casas y granjas de la región donde Rebecca vive con su marido. En una de éstas, una zorra ha parido y ha abandonado a sus cinco cachorros en un cobertizo junto a la vivienda. Cuenta Rebecca: “Los tomo entre mis manos, uno a uno, y ellos se giran buscando un pezón inexistente. Medio ciegos aún, se agarran a la vida; de sus pequeños cuerpecillos emana la fuerza de la supervivencia, fuerza inútil pero irrefrenable. Y sin embargo, van a morir. Yo no puedo ayudarlos, salvo acortándoles su sufrimiento. Los ahogo en un barreño. No es lo primera vez que hago algo así –con perros, con gatos que no podemos mantener–, pero sí la primera vez que lloro a lágrima viva”.
Aquí tenemos una escena cruda y dura, propia de la manera descarnada, realista o alegórica, con la que Sara Mesa acostumbra a dar su visión de la lucha por la vida, que no es otra cosa que lucha por la supervivencia con derrota final. Pero, al mismo tiempo, hay un vaho de ternura, dentro del dramatismo e, incluso, potenciándolo, que tiene que ver, creo, con esa mayor presencia de la luz –cariño, perdón, comprensión, reconciliación– que he mencionado antes.
[Imagen de arriba: Luis Berciano]