Ebrio de enfermedad en la Revista Asclepio: «Los relatos son anticuerpos contra la enfermedad y el dolor»
Ebrio de enfermedad en la Revista Asclepio: «Los relatos son anticuerpos contra la enfermedad y el dolor»
El historiador de la Ciencia del CSIC, José Luis Peset, publica esta exhaustiva reseña, desde el punto de vista literario y médico, del libro de Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad en Asclepio, Revista de Historia de la Medicina, y de la Ciencia.
Broyard, Anatole. Ebrio de enfermedad, edición de Alexandra Broyard, prólogo de Oliver Sacks, (trad.) Miguel Martínez-Lage, Segovia, La uÑa RoTa, 2013. 180 páginas [ISBN: 978-84-95291-25-7]
A veces, muchas veces nos encontramos por casualidad con un libro que nos atrapa. Parece estar esperándonos, nos fija la mirada, hemos de abrirlo. Y comprarlo. En este caso se trata de un gran libro de pequeño formato, escrito hace años por un crítico literario llamado Anatole Broyard y titulado Ebrio de enfermedad. Publicado por una valiente editorial, ha sido muy bien traducido por Miguel Martínez-Lage. En sus páginas, el autor nos habla de forma exigente de su enfermedad y de su próxima muerte. Nos habla de su crisis, de la terrible crisis que supone una enfermedad mortal. Se juntan en este librito varias aportaciones, escritas en diversas épocas, el estudio de la literatura de la enfermedad, de la muerte, su narración acerca del sufrimiento final de su padre, sus anotaciones y comentarios a lo largo de su dolencia, además de textos de la editora.
También apasionado por esta lectura, ha escrito Juan José Millás: «Más que describir su cáncer, Broyard se dedica a escribirlo de forma minuciosa», así «convierte su cáncer en un metacáncer». El crítico literario se proclama crítico del sufrimiento, del médico y de los servicios sanitarios. Y, sobre todo, de sí mismo. «Al darse en su cuerpo el hecho literario de la enfermedad, decide entregarse a la autocrítica» (Millás, Juan José “El metacáncer”, El País 7 de junio de 2013, p. 68). En el escaso tiempo que le restaba, busca una vez más la belleza, siempre consuelo. Prepara sus «últimas voluntades», el «morir a su manera», incluso «la muerte más bella». Con humor afirma: «Voy a decir algo brillante cuando me muera». Y con sinceridad también: «Podría dejar por legado sus sentimientos verdaderos» (p. 65 y 96-98).
Broyard señala la ambivalente emoción de la enfermedad, una crisis que remite a la crisis del lenguaje, de la literatura, de la personalidad. La existencia «había adquirido su propio sistema métrico, como sucede en la poesía o en los taxis» (p. 23). Podía como Thomas Mann haberse también referido a la crisis social o política, como la referencia constante a la terrible guerra y el ascenso del nazismo en Doktor Faustus. Pero él bucea en su interior. Sus sueños sobre haber cometido un crimen, o ser acusado de ello, se manifiestan en la enfermedad como delito, en la expresión de culpa, en su propia defensa gracias al fervor de supervivencia. Afirmaba en sus recuerdos Tony Judt, con semejante actitud:
Caer víctima de una enfermedad de las motoneuronas seguramente significa que he ofendido a los dioses en algún momento, y no hay nada más que decir. Pero si uno tiene que sufrir de ese modo, mejor tener una cabeza bien aprovisionada: llena de piezas de útil recuerdo reciclables y multiuso, fácilmente disponibles para una mente analíticamente dispuesta (El refugio de la memoria, (trad.) Juan Ramón Azaola, Taurus, Madrid, 2011, p. 26).
Sin duda, en el texto de Broyard hay algunas referencias a la misma culpa, así cuando remite a Prometeo al presentar a su padre sufriendo la herida de la cistoscopia. O cuando él mismo considera la enfermedad como consecuencia de una transgresión, pero que acepta con valor y humor. La enfermedad es presentada como germen, como metáfora:
Ahora entiendo por qué los románticos tenían tanto afecto por la enfermedad: el enfermo lo ve todo como si fuera una metáfora. En esta fase me encuentro encandilado con mi cáncer. Es algo que apesta a revelación. (p. 28).
En su intento literario de dominar la enfermedad, afirma: «Que la enfermedad tenga cualquier significado siempre es mejor que si carece por completo de uno» (p. 98). Se refugia así —buscando apoyo— en los literatos que han tratado la enfermedad, no podían faltar Tolstoi, Thomas Mann, Malcolm Lowry, desde luego Kafka. Otros muchos comparecen, en una buena guía para la literatura sobre la enfermedad hasta el cambio de siglo. Lo complacen los que se encaran con valor a la muerte. Así Norman Cousins, quien considera la enfermedad como un reto, no como amenaza ni profecía; o bien, Bernie Siegel que llama a la imaginación, la inspiración, la colaboración y la camaradería en el proceso médico. Da así la vuelta a la petición de resistencia a la metáfora de Susan Sontag. «Si la risa tiene poderes sanadores, es posible que la metáfora también cure, o alivie» (p. 41). Recurre a las sugerencias de Oliver Sacks sobre el modo de enfrentar la enfermedad, viviendo en paralelo, o a través de su discapacidad. Tras un accidente, Sacks resiste «musicalizado», considerando el papel de la música, el ritmo, la melodía… Ambos estiman las propiedades de la danza, del baile, que el mismo autor pone en práctica.
Para controlar la enfermedad quiere darle forma de narración. Hace ya años que se puso de relieve esta construcción de pequeñas narraciones, que sustituían en Broyard a los grandes relatos médicos o religiosos.
The storyteller —according to Arthur W. Frank (another cancer patient who turned his experience into narrative)— is the new figure of the postmodern patient: no longer a victim of disease, not the object of medicine, but a person struggling to recover and to reshape the voice that illness so often takes from us. (Morris, David B., Illness and Culture in the Postmodern Age, University of California Press, Berkeley, Los Angeles, London, 2000, pp. 44-49, cita en p. 48).
Al escribir encuentra el sentido, como al filmar consiguió Bob Fosse en 1979 con All that jazz. «Los relatos son anticuerpos contra la enfermedad y el dolor» (p. 42). Sin duda el lenguaje, el habla, las narraciones son formas de mantener viva nuestra condición humana, en busca de alguna forma de belleza.
El novelista convierte en relato o narración sus angustias, nos dice, o también que en el poeta el verso nace de una situación difícil. «La poesía escribe al poeta», declara Louise Erdrich (“Babelia”, El País, de 8 de junio de 2013, p. 5). Dicho en otra forma por Broyard: «Dentro de cada paciente hay un poeta que intenta salir» (p. 69). Esa enfermedad, esa lejanía de la muerte produce un distanciamiento, una disociación de la sensibilidad (T. S. Eliot), propios de situaciones extremas, purificando y fortaleciendo lo mejor de nosotros. Desde luego, estar enfermo o encaminarse al morir es un trastorno (de los sentidos), una locura. «Con todo, la locura del paciente forma parte de su condición de enfermo». En fin: «Estar enfermo es estar también psíquicamente trastornado» (pp. 63 y 67).
Ernest Becker hablaba del pánico a la creación, al infinito. Ahí es entonces preciso contar como un converso, abrir la conciencia como una sangría. «La metáfora era uno de mis síntomas» (p. 44). Puede esta dirigirnos a muy variados destinos, nos propone algunos el autor como el viaje, el amor, la conferencia o la charla, incluso recuerdos literarios como las vetustas alcobas de Dickens. Este recurso a la metáfora nos lleva al discurso, al sentido del humor, a la escritura. «Pueden (los enfermos) convertir en un juego, en una ocupación profesional, incluso en una forma artística, el hecho de oponerse a sus enfermedades». Se trataría de manejar el trastorno. «En cierto modo, la enfermedad es una droga, y en parte depende del paciente determinar si lo suyo va a ser un bajón o un subidón» (p. 93). El dolor del enfermar puede ser de diversa manera vivido, pues la realidad está ahí. Así nos dice: «El cáncer es buena cura contra la ironía» (p. 27).
Los escritores románticos y los postmodernos encuentran un nuevo camino en la palabra. «El espacio que media entre la vida y la muerte es la plaza de armas del Romanticismo». Este lugar del autor romántico es el mismo que ahora encuentra el postmoderno. «La escritura es un contrapunto de mi enfermedad. Obliga al cáncer a pasar por mi carácter antes que pueda llegar a mí» (p. 46-47). La literatura de la enfermedad debe contar con un crítico —en respuesta a Sontag— «pues me parece que cualquier persona seriamente enferma ha de desarrollar un estilo propio de cara a su enfermedad» (p. 49). Así, aprender ese estilo sería aprender a morir, como Montaigne quería y consiguió. Si bien puede parecer una senda de privilegiados, nos muestra algunos caminos que nos son accesibles, como la música y la danza, el viaje, la sexualidad (pp. 48-53).
Nos enfrenta a la aceptación de la propia vida, al referirse a una posible culpa en el origen de la enfermedad, así cuando nos habla de las llamadas femmes fatales. No podemos dejar de pensar en las recientes declaraciones del actor Michael Douglas sobre el origen de su enfermedad cancerosa. Por eso Anatole Broyard comprende lo importante que es simplemente funcionar, que acogemos con un grito de júbilo, pues estar vivo, el vivir es un orgasmo permanente. Su aportación fundamental, propia de un crítico literario, es convertir la enfermedad en discurso, la aproximación a la muerte en estilo, ser dueño de la enfermedad. «A fin de cuentas, un crítico es una especie de médico de las estrategias» (p. 48). Se admite, ante el inevitable enfado del enfermo (no se cura en la sala de gritos de Elisabeth Kübler-Ross), que la enfermedad es suya y no un destino. Por tanto, quiere estar vivo cuando muera, lo que influyó en alguno de los tratamientos que aceptó. Hay que vivir hasta el último minuto, nos aconseja.
Es el examen del médico uno de los aspectos más interesantes del libro, pues nos presenta al crítico que enjuicia al galeno, al paciente que lo diagnostica. Nos narra sus decepciones y entusiasmos con algunos. Se engaña así con el atractivo pero equivocado despacho de un primer médico: «Su capacidad de mago parecía en orden» (p. 62). Sabría cuidar al enfermo, nos comunica errado. Nos muestra también la predisposición de su padre y propia hacia los médicos judíos.
Los consideraba los mediadores, los conciliadores —médicos, abogados, agentes de bolsa, árbitros y artistas— de la vida contemporánea. La historia misma los había convencido de que la vida era una enfermedad (p. 63).
Rechaza luego al médico por falta de estilo, de magia, pues no podría entenderle. «Yo diría que busco a alguien que sepa leer a fondo la enfermedad y que sea un buen crítico de la medicina». O sea: «Alguien capaz de tratar el cuerpo y el alma. Hay un yo físico que ha enfermado, hay un yo metafísico que ha enfermado». En fin: «El alma es la parte de uno a la que uno recurre en caso de emergencia» (pp. 67-68). Estoy seguro de que a Pedro Laín le hubiese maravillado este escrito, que habría mejorado su libro sobre La relación médico-enfermo, pues muchas de sus páginas nos recuerdan las que el maestro de la historia de la medicina dedicó a la «medicina pedagógica» hipocrática, o bien al amor o la amistad entre el médico y el paciente, que basa en la naturaleza y en el arte médico.
No hay un único texto del diagnóstico, nos dice Broyard. Los técnicos van con la materia prima. El médico toma ese material y le da la forma poemática de un diagnóstico. Por eso quiero un médico con sensibilidad. Y eso casi parece un oxímoron, una contradicción en los términos, pues un médico es un hombre de ciencia. Imagínese como sería tener por médico a Chejov, que era médico.
Luego deberían estudiar los galenos poesía para entender esas disociaciones, esos trastornos. «Mi médico ideal “leería” mi poesía, mi literatura». Sus escritos, sus palabras devendrían la jerga de una forma poética, pues su médico debería construir para él un buen relato, hacer o entender los chistes. Encontrar, sobre todo, algún tipo de belleza. Tendría en cuenta en él ese talante estrafalario del que se jacta Hamlet ante Horacio, pues como Baudelaire «cultivo mi histeria con alegría y con pavor» (pp. 68-70).
Quiere que el médico sea el Virgilio que lo conduzca a su infierno, o bien a su purgatorio, señalándole todo lo que haya que ver. «El médico tiene el cometido imposible de intentar reconciliar al paciente con la enfermedad y la muerte» (p. 98). Debería saber del alma, la personalidad, el carácter, pues el médico debe «repersonalizar» la enfermedad. Para ello es preciso evitar poner distancia ante el enfermo, por el contrario entrar en él, mirar al paciente. Un hospital está lleno de hermosas historias, el médico debe permitirse leerlas como obras de ficción, dejarse educar. Si como afirmaba Virginia Woolf son malos los relatos de la enfermedad, puede deberse a que los médicos los desalienten. Le gustaría hacer meditación, cavilación, elucubración, abstracción sobre la próstata enferma, pero no tiene a quien contarlas. El médico es narrador y puede hacer de nuestra vida buenos y malos relatos, con independencia del diagnóstico. Se trata de una «couple malade», de un matrimonio de médico y paciente.
Dado que las curas se hacen con palabras —siguiendo a Freud—, puede que su médico aprenda a conversar. «Todos los pacientes necesitan que los resuciten por medio del boca a boca, pues la conversación es el beso de la vida» (p. 84). Se pide un titánico esfuerzo al terapeuta. «Todo paciente invita al médico a combinar los papeles de sacerdote, filósofo, poeta, amante. Cuenta con que el médico evalúe su vida entera como si fuera un biógrafo» (p. 85). No olvida alguna alusión a las pretensiones conyugales de Mme. Bovary. Pero todos somos especialistas en un solo campo, es pedir demasiado.
Acaso tendría que haber otro especialista, una combinación de adivino, payaso y poeta, para echar una mano a la hora de dar respuesta a las preguntas del paciente. Acompañaría al médico en sus visitas, daría una segunda opinión (p. 86).
Esos personajes hacen clara referencia a una superación, a una comunicación con los dioses, las escrituras o las bellezas del más allá. Habría también que cambiar el ambiente del hospital, devenir menos un laboratorio y más un teatro, dado que pocos lugares hay con más dramatismo. La teatralización es también una forma de apertura, de comunicación, de belleza y curación por tanto.
La esterilidad hospitalaria pasó a esterilizar el pensamiento médico, la experiencia del paciente, la idea de enfermedad. No hay duda, los clásicos de la sociología médica se han ocupado de la pérdida de sensibilidad en los estudiantes de medicina al progresar en sus estudios y profesionalización. (Coe, Rodney M., Sociología de la Medicina, (trad.) L. García Ballester y R. Mª. Martínez Silvestre, Madrid, Alianza Editorial, 1973, pp. 240-248) «Pero el enfermo necesita el contagio de la vida. La muerte es la esterilidad definitiva» (p. 87). Cuenta con orgullo que en urgencias fue reconocido, que se sintió vivo, pues las emergencias son crisis emocionales, casos únicos. El médico podría perder autoridad, ganando en cambio humanidad, compartiendo así el asombro, la exaltación, el terror del filo del ser, entre lo natural y lo sobrenatural. Habla así contra la medicina controladora, sean Freud o Kübler-Ross, incluso contra Sontag. También contra las formas de la relación con los amigos, que no debe ser ni una caza ni una competición, siempre el sujeto que sufre tiene que ser quien lleve el mando. Es muy notable la descripción de las relaciones del moribundo con los médicos, con los familiares. «Lo que importa es el paciente, no el tratamiento» (p. 101). Tal vez es lo último que escribió.
En sus páginas dedicadas a la literatura de la muerte se refiere, claro está, a Philippe Ariès para expresarnos los cambios culturales habidos a lo largo de los siglos. Salvaje o controlada, indómita o dominada, bella o sucia, obscena o invisible, mala o buena muerte… son algunos de los adjetivos que califican el postrer cara a cara a lo largo de la historia. Se refiere de forma crítica una vez más a los intentos de control de Kübler-Ross, a la observación de las fases terminales. La vida es una respuesta a la muerte; desde Lucrecio, o bien desde Montaigne, hay que resignarse a los mil peligros que nos acechan, pues no todos pueden ser enfrentados. En su presentación de las posibles estrategias, con entusiasmo se refiere a Lisl Goodman, quien cita a Simmel, que afirmaba que los buenos personajes de Shakespeare tienen una muerte interior, en los demás llega por fuerzas externas.
La inmortalidad podría consistir en conseguir algo que nos perdure, tal vez el hijo, el libro, el árbol. Ser heroicos, dotados de esperanza de gloria, quizá de amor…
Avergonzados por ese exhibicionismo natural, la mayoría de nosotros tiende a sojuzgar su sentido del éxtasis, o de la grandeza, para inhibir nuestra locura particular y llamarla cordura, para vivir de incógnito nuestra propia vida, ocultando nuestro verdadero yo incluso de nosotros mismos (p. 119).
Recuerda con cariño el final de un amigo que quería antes de morir terminar una novela: si no, sería un fracasado. No valía ni una obra de no ficción, ni siquiera una poesía, eran formas distanciadas o incompletas, solo una novela serviría para informar de quién había sido. No terminó. «Era cualquier cosa menos un fracasado, porque el estilo es el hombre, y la literatura no lo es todo» (p. 124).
Un relato antiguo sobre la enfermedad del padre, le había servido ya para juzgar al enfermo, al médico, a la enfermera, a los hospitales, incluso la cistoscopia se convierte en objeto literario. Sus metáforas acuden al describir sus efectos, mostrando al padre como un doliente Prometeo, también como un gallo viejo destripado. No perdona que, ante el diagnóstico, el médico tan solo sepa calificar al enfermo como un buen hombre. Tampoco perdona a los hospitales, a los que no los admiten y al asilo de incurables en donde terminan. Pero sobre todo enjuicia sus propios sentimientos, ante el padre doliente, ante la muerte. La relación del dolor con el deseo, entre la sexualidad y la mortalidad del hombre, es parte esencial de sus páginas. «El deseo es por sí mismo una especie de inmortalidad» (p. 24). El padre se queja de haber perdido las erecciones. «La mejor medicina para el enfermo es el deseo: el deseo de vivir, de estar con otros, de hacer cosas, de volver a su vida» (p. 95). Nos lleva así a su relación sexual con una eficiente enfermera. A lo largo de sus páginas, aparece una clara relación entre la enfermedad y el binomio Eros y Thánatos. Recuerda entonces la tonta pregunta de un profesor a sus alumnos sobre el posible sentido de la vida, tal vez lo ha hallado ahora en la enfermedad. Sabe que la vida, el funcionamiento simple, es lo importante. La naturaleza nos enseñanza siempre. «La naturaleza es una tremenda correctora» (p. 27).
Entiende así la lucha con el dolor que ve en el padre, la conversión del cuerpo en lengua. «Viéndole, aprendí que las convulsiones de la muerte y la convulsión del amor se distinguen solo en que aquellas se experimentan en total y absoluta soledad» (pp. 151-152). Nos estremece con la descripción de los últimos días del padre, al acercarse a sus ojos, al abismo, al comprender la última necesidad de adiós. Nos vuelve a recordar «la inminencia del vacío», su intento, el «anhelo por introducir orden en ese vacío, por forzarlo a volverse finito mediante un arduo esfuerzo de mi voluntad» (p. 166). Tras la muerte del padre, al marcharse, resbala sobre la nieve, pero se mantiene en equilibrio, consigue un estilo... se mantuvo vivo hasta el final, confirma su viuda. El esfuerzo en busca del equilibrio sobre la nieve, el empeño por lograr el estilo en la vida, se produce bajo la mirada de un demente nostálgico, como solo estos pueden serlo. «El estilo era para Anatole una apuesta por la inmortalidad, era su defensa frente a las tinieblas. También lo entendía como la defensa de la sociedad frente al caos y la ausencia de forma» (p. 179). Afirmaba un amigo que el estilo era para Broyard una conexión con la eternidad, un sustituto de la religión, una manera de arrostrar la muerte. «Uno ha de seguir siendo quien es» (p. 94).
Por José Luis Peset
Instituto de Historia, CCHS-CSIC