El muy curioso señor Beckett
El muy curioso señor Beckett
Pero, dejando a un lado su altura física y su miopía, la realidad difiere un poco de la leyenda. Samuel Beckett, el último modernista (Editorial La Uña Rota) es una de las grandes biografías del autor escrita por el también irlandés Anthony Cronin, y la primera del narrador y dramaturgo vertida al castellano. El libro tiene el aliciente de desmontar algunos tópicos sobre el autor.
La biografía de Cronin apareció originalmente en 1997 y quedó un tanto oscurecida por la publicación ese mismo año de la más oficial y exhaustiva de James Knowlson, que tuvo acceso exclusivo a documentación privada de Beckett y es bastante hagiográfica. Quizá por eso, otro genial irlandés, John Banville, calificó esta como más «amena» y «elegante».
Cuenta la leyenda, hábilmente construida por el propio Beckett, que éste nació marcado por el signo de la fatalidad. Dejando a un lado los recuerdos de su vida uterina que según una de sus amantes, la promiscua mecenas Peggy Gugennheim, eran los causantes de sus cambios de humor y su recurrente hipocondria, a Beckett le gustaba decir que nació un Viernes Santo, que además caía en 13. Como una predestinación del sufrimiento humano, del que se iba a convertir en albacea. La verdad -así consta en su partida de nacimiento- es que nació un mes después.
TALENTO PARA LA FELICIDAD / La familia del escritor pertenecía a la alta burguesía de Dublín en 1906 y Cronin detalla, por supuesto, las difíciles relaciones del autor con su madre, una fanática religiosa de aspecto hombruno. Pese a una infancia solitaria, en su adolescencia y su primera juventud fue un alumno popular, bien considerado entre los profesores y un excelente deportista, lo que se estrella contra su célebre frase: «Yo tenía escaso talento para la felicidad», en referencia a esos años.
Tampoco es cierto que fuera, como se ha dicho, el secretario de James Joyce, a quien conoció en París en 1928 cuando el autor del Ulises era un faro para los jóvenes escritores y Beckett formaba parte de ese círculo. Pronto la amistad entre ambos adquirió mayor trascendencia, aunque se empañara por el enamoramiento no correspondido de la hija y niña de los ojos de Joyce, Lucia, que acabaría encerrada en una institución mental años más tarde.
Una de las más suculentas anécdotas de Beckett queda hecha trizas en el libro de Cronin. Es sabido que fue apuñalado por un proxeneta en plena calle y más tarde, tras recuperarse, preguntó a su fallido asesino por qué lo había hecho. La réplica, «no lo sé», bien podría haber cuadrado en Esperando a Godot, la obra que le llevaría a la fama mundial y su rampa de lanzamiento hacia el Nobel. Pues bien, Cronin, asegura que Beckett en un primer momento comentó que el criminal y él «intercambiaron saludos» y solo años más tarde, con ya su acuñado teatro del absurdo en marcha, empezó a hacer circular la célebre versión que tantas jugosas interpretaciones ha fundamentado.
La radicalidad es el santo y seña de Samuel Beckett (Dublín, 1906-París, 1989), fácil de comprender cuando se le representa, condenadamente oscuro pero por eso mismo fascinante en su narrativa. A Beckett le importan las palabras, pero también es consciente de que con ellas es imposible interpretar un mundo confuso. Alguien así lo tiene todo menos una personalidad ligera y fácil. El mito es conocido: misógino, asocial, enigmático y profundamente triste, eso marcado por su larguirucha y distante apariencia -¿quizá porque era corto de vista?- termina de conformar el retrato canónico del irlandés.
Pero la gran aportación de la biografía es la certificación de que Beckett, lejos de ser un pajarraco solitario, tuvo un gran sentido del humor y en sus últimos años -así lo constató Lawrence Shainberg en su entrevista para Paris Review- alguien rodeado de amigos. La foto que ilustra el libro, un raro Beckett riendo, no es casual.