La posibilidad de un repertorio
La posibilidad de un repertorio
Pablo Buajalance en El diario de Próspero
Cuando reivindica El diario de Próspero la existencia de un talento literario en la escritura teatral contemporánea, más contundente y visible que el que puede atisbarse en otros géneros intervenidos por el mercado editorial, lo hace en virtud de algunos nombres propios. Pero el nombre que mejor clarifica esta determinación es, tal vez, el de Juan Mayorga (Madrid, 1965). Y lo es, en gran medida, porque Mayorga es un autor de éxito: todo aficionado español al teatro que se precie de ser tal ha visto en escena al menos una de sus obras, ya que a Mayorga no le han faltado producciones, compañías ni más talentos, de Helena Pimenta a Animalario, a la hora de subir sus textos a escena. Pero también lo es, en una medida mayor, porque Mayorga ha logrado alumbrar un corpus teatral tan repleto de rigor, pasión, dedicación y sabiduría como de accesibilidad y cercanía con el público. Hace poco me decía Albert Boadella en una entrevista que en el buen teatro nunca hay que entender nada: todo se da; y así es el teatro de Juan Mayorga: directo, meridiano, sin más misterio que el que surge del juego escénico (ése que llaman imaginación, y que sí, a pesar de los muchos siglos de las luces que se nos han venido encima sigue siendo un misterio, y esperemos que lo sea aún por otros muchos años). Ahora, La Uña Rota, editorial a la que debemos la edición de las obras de otros referentes de la literatura dramática como Rodrigo García y Angélica Liddell (el empeño de esta casa resulta proverbial en un país tan poco dado, tristemente, a la edición de obras de teatro como España; quién habría de decirlo, no hace mucho) acaba de publicar un jugoso de volumen de casi 800 páginas que, bajo el título Teatro 1989-2014, reúne veinte obras escritas por Mayorga en este periodo. Un libro que no hay más remedio que calificar de imprescindible.
La antología, facturada por el propio autor y prologada por Claire Spooner, ejerce así con eficacia de Obras completas aunque en realidad (por muy poco) no llegue a ser tal. Eso sí, junto a algunas de las obras más conocidas de Mayorga aparecen otras remotas, de su primera época y hoy difícilmente localizables, como Siete hombres buenos y Jardín quemado, además de tres piezas inéditas: Angelus Novus, Los yugoslavos y Reikiavik (sólo la primera de estas tres fue estrenada en su momento). Por lo demás, el lector encontrará aquí, ciertamente, los títulos más conocidos de Mayorga, desde Últimas palabras de Copito de Nieve a Hamelin, desde La paz perpetua a El chico de la última fila, por no hablar de los textos en los que Mayorga presenta su particular autopsia de la Historia y que gozan especialmente del favor del público, como Himmelweg y El traductor de Blummemberg. Dentro de este registro, confieso que mi Mayorga favorito es el que recrea a placer a determinados personajes históricos para dar cuenta del modo en que la historia personal y la propia Historia, en su acepción más académica, confluyen y se repelen en una tensión de resolución imposible: ahí están el Mijaíl Bulgákov de Cartas de amor a Stalin y la Santa Teresa de La lengua en pedazos: en sus combates profundamente humanos late una clarividente lectura del tiempo, el destino y el olvido. Digna de los clásicos.
Quizá lo mejor de esta edición es la posibilidad de contrastar un repertorio para el teatro español del presente: un tesoro que habrá de nutrir a compañías, investigadores y aficionados durante no pocas décadas. Pero, por su hermosura y sus hechuras de festín, el libro constituye el mejor argumento posible para quienes defendemos que el teatro también se disfruta, y cómo, mediante la lectura. Sirvan estas palabras del propio Juan Mayorga, incluidas en su breve ensayo Mi padre lee en voz alta (incluido asimismo en el volumen), como advertencia definitiva: “Leer teatro con otros educa en la responsabilidad. Cada libro, como cada escuela que merezca tal nombre, puede ser un espacio para la crítica y para la utopía”.