"Misión del ágrafo" en la revista Vísperas

15.12.2016

"Misión del ágrafo" en la revista Vísperas

Publicado en Vísperas

Mario Aznar Pérez en Vísperas. Revista Panhispánica de Crítica Literaria

Hacia finales del siglo XVI, Michel de Montaigne dio origen, con el título de sus célebres Ensayos, a un género literario que desde entonces comparte arcones y anaqueles con la poesía, la novela o el drama, a los que nada envidia y de los que sin pudor se alimenta. Qué sea exactamente un ensayo es algo que escapa a las ambiciones de esta breve reseña. Lo que sí sabemos es que, habiendo quienes destacan su carácter analítico y quienes subrayan su dimensión explicativa –que lo acercaría al género más amplio de la didáctica–, el tipo de texto que conocemos como «ensayo» elabora y desarrolla un tema central en torno al cual crecen las páginas.

De una forma que algo tiene de irreverente, el núcleo temático de este ensayo de Antonio Valdecantos (Madrid, 1964) no es una Idea con mayúsculas, ni una persona, ni un personaje. Es más bien un «tipo humano», como escribe el autor, o una «rara especie soñada», como señala José Manuel Cuesta Abad en su magnífico prólogo. Este espécimen en torno al cual crecen y se concentran las páginas es el ágrafo, una figura que «no sólo sabe y puede escribir, sino que se resiste a hacerlo». El cómo y el porqué de esta agrafía son plurales y huidizos, pero Valdecantos se esfuerza por atraparlos y diseccionarlos ante los maravillados ojos del lector, que, durante apenas ciento cincuenta páginas, asiste al milagro de la buena escritura.

Cuando el ingenuo paseante de librerías se aproxima a un ensayo elaborado por un profesor universitario de filosofía y prologado por otro de literatura, no puede sino esperar los áridos latigazos del academicismo y del aserto. Muy al contrario, Misión del ágrafo devuelve al género de las ideas la elegancia y la precisión de la prosa, la generosidad de la reflexión y el más fino sentido del humor. Si el nacimiento del género ensayístico estuvo acompañado por la construcción del sujeto moderno y la reflexión de un Yo consciente de sí mismo, ansioso de saberse, Antonio Valdecantos contribuye a esta tradición radiografiando los huesos de la escritura a través de sus portavoces, que, en última instancia, somos él mismo y nosotros, sus lectores. De tal modo que bajo el pretexto de una indagación sobre el «artrópodo» ágrafo, Valdecantos desarrolla una visión lúcida y muy personal del paisaje cultural, social y moral que nos rodea.

En un momento en el que el debate intelectual sobre los límites del lenguaje está más vivo que nunca, esta «apología del ágrafo» es consciente de sus flirteos con la contradicción cuando se empeña en escribir sobre la no-escritura –esforzándose, eso sí, por rehuir los clichés y los campos más trillados–, como quien hace sonar el silencio (Cage) o trata de pintar un no-color (Kandinsky). Sin embargo, la empresa no es vana porque, como irónicamente ha señalado el propio autor, «si la ejecutaba de forma oral, corría el riesgo de ser tomado como parte interesada de la defensa». El ágrafo necesita de una voz para ser considerado en su plena existencia, de ahí que Valdecantos ceda su voz al ágrafo para que éste pueda decir lo indecible, sin misticismos ni derivas pseudometafísicas. 

La conclusión, que tradicionalmente cierra y agota, no tiene cabida en este libro, que sí ampara, en cambio, la ironía sobre la propia tarea y la asociación de ideas que abren nuevas llaves de interrogación. En este sentido, la figura del ágrafo es poliédrica, tiene incontables atributos –lo cual es manera de decir que no tiene ninguno– y en la construcción que de él hace Valdecantos resuena la criatura soñada entre las ruinas circulares del relato de Borges. 

Una vasta cultura humanista yace como el limo bajo la superficie de todo el ensayo, pero, afortunadamente, las malas yerbas de la pedantería y el exceso de referencias no llegan a germinar. Aun así, no nos engañemos, el tono del ensayo es elevado, exige el diálogo del lector y pone en funcionamiento un juego intelectual de interesantísimos resultados. El uso que del lenguaje hace Valdecantos no abruma, pero sorprende por su riqueza, su precisión y –me atrevería a decir– su belleza. De tal modo que este es un ensayo literario, no sólo por su temática, sino también porque la poesía y la preocupación estética se abren paso suavemente entre los conceptos teóricos y la erudición de más alto nivel. «El desescritor pudoroso», «El espejo de dos caras» o «La escritura ancilar» son algunos de los hermosos enunciados que encabezan los capítulos del libro, y que, por no citar –ni destripar– fragmentos del propio texto, bien pueden servir como prueba de esa poetización de la prosa ensayística que pone en práctica el autor.

«Ágrafo es el nombre que se da a quien ha escrito lo imprescindible para la supervivencia o a quien no ha llegado ni a eso», escribe Valdecantos, alumbrando entre libros de Conrad y del Oulipo el número 15 de la Colección Libros del Apuntador, que con tanto cuidado ha editado recientemente La uÑa RoTa. Al prólogo de Cuesta Abad, titulado muy significativamente «Revés de la escritura», lo siguen diez intensos capítulos y una nota –cómo no– sobre el aviso «Al lector» de los Ensayos de Montaigne, conformando este libro de dimensiones reducidas y encuadernación en blanco, al que acompañan dos ilustraciones de Javier Roz, una en la cubierta y otra en el interior. 

El género que inventara el más moderno de los clásicos revive en Misión del ágrafo el rigor que lo hace clásico y la vitalidad que lo hace moderno. Leyendo este ensayo se aprende, sí, pero se disfruta todavía más. En el centro de una vorágine editorial que hace que, como champiñones en un sótano oscuro, aparezcan cada mes decenas de títulos insulsos cuya auto-exigencia resulta nula en muchas ocasiones, la escritura de Antonio Valdecantos destaca, sin hacer ruido, por la limpieza del estilo, el ritmo inteligente y lúdico de las frases y su respeto por el lector, a quien tiene en tan alta estima que no adula con atajos ni chistes fáciles. 

La voz que pasea entre estas páginas, desvelando los entresijos de un tema que le atañe directamente, no está exenta de un cierto pudor propio del arrepentimiento. Sabe que conforme avanza traiciona su muda ambición: la de ser voz ágrafa. Sin embargo, continúa, sumándose a esa tradición de libros un poco rebeldes, un poco subversivos, que haciendo lo que no deben –o lo que creen que no deben hacer– nos ofrecen un gesto cómplice y nos invitan a seguirlos. «Escribir no es difícil, lo difícil es no escribir», anotó Tolstói en su diario. Qué mejor invitación a la agrafía y al final de esta nota que las palabras del gran novelista ruso, con las que sólo me queda invitarles a ensayar la lectura de este libro, de lo que dice y de lo que, afortunadamente, deja todavía por decir.