Sara Mesa reseña "El cartógrafo" en Estado Crítico
Sara Mesa reseña "El cartógrafo" en Estado Crítico
Poner el dedo en la llaga, molestar, interpelar, hacer que nos removamos del asiento en el que estábamos sentados tan confortablemente… ¿Cómo se puede conseguir esto hablando -otra vez- de lo mismo? Juan Mayorga lo sabe bien, y lo hace como nadie: situando el foco en un lugar inédito, haciendo que veamos lo que no era tan visible en un principio, extrayendo la médula del conflicto para hacerla universal y, así, traérnosla al ladito, con toda la incomodidad que supone algo que, a poco que nos atrevamos a mirar, nos es reconocible. En El cartógrafo -obra que se ha estado representando recientemente en el Matadero de Madrid-, Mayorga no nos sitúa en el gueto de Varsovia para hablar de lo que ya se nos ha contado en otros muchos textos sobre la barbarie nazi, sino para ilustrar los peligros de la memoria y del olvido y, sobre todo, para hacernos dudar de la construcción de los relatos. “El mapa hace visibles unas cosas y oculta otras, da forma y deforma”, dirá el anciano cartógrafo a su nieta, y también: “Si un cartógrafo te dice “soy neutral”, desconfía de él”.
Según ha revelado el propio Juan Mayorga, la obra surgió de una experiencia personal similar a la que lleva a Blanca, la protagonista, a hacer un recorrido por las calles de Varsovia buscando los lugares que aparecen en una exposición de fotografías sobre el gueto. “Bajo cada foto, en polaco y en inglés, la calle donde se cree que se hizo la foto (…) Gente. Peluqueros, boxeadores, prostitutas. Una boda. Niños. Se me ocurrió marcar en mi mapa los lugares de las fotos. Pensé que las calles habrían cambiado de nombre, o que ni siquiera existirían, pero encontré muchas”. Blanca pierde la noción del tiempo, pero no es lo único que pierde: por el camino se deja la tranquilidad, la tierra firme y el consuelo, e inicia su particular toma de conciencia en la persecución de un sentido.
Como suele suceder en otras muchas obras de Mayorga -donde la manera de narrar el pasado se hace tan importante como el mismo pasado-, en El cartógrafo se mezclan dos planos temporales que a veces se confunden e incluso contradicen: por un lado, el presente protagonizado por Blanca, cuyo marido es diplomático en Varsovia; por el otro, el pasado de un anciano cartógrafo del gueto que ya no tiene fuerzas “ni para sostener el lápiz” y una niña -su nieta- que se convertirá en los ojos necesarios para trazar el mapa de la infamia. La niña sale a mirar y, a través del relato de lo que ve, el mapa va cambiando, haciéndose cada vez más claustrofóbico, más duro, más terrible. La niña describe un muro cuya altura es “como hombre y medio” -y el anciano constata que, entonces, al otro lado “ellos tienen que saber, ellos tienen que estar viendo”-, describe las marcas que significan sastre, limpiabotas, reunión de comunistas, orfanato, tifus, cementerio… “Aquí vive un soplón. Aquí los policías judíos te pasan al otro lado, cuesta entre dos mil y cinco mil, depende del color de los ojos. En esta taberna se juntan judíos y alemanes…” El dibujo del mapa se hace testimonio doloroso de la realidad vivida en el gueto. “No juzgues”, le dice el anciano a la niña, aunque al principio le enseñó que un mapa siempre toma partido: “En la mesa de los poderosos siempre hay mapas. Mapas que exhiben para asustar y mapas secretos que jamás muestran. Mapas nuevos llenos de delirios y mapas viejos que empuñarán para llamar a la guerra. ¡Cuántas catástrofes han comenzado en un mapa!”
Pero insistimos: El cartógrafo no es la historia del gueto de Varsovia. Es la historia de Blanca -y también de su marido Raúl-, que, aturdida por su propio drama personal, camina enfebrecida a la búsqueda de la niña cartógrafa, investigando si aún vive, dónde está, a qué se dedica. Mediante la recuperación de la memoria, Blanca -y nosotros con ella- se enfrentará también a descubrimientos dolorosos como la existencia de dobles mapas -Sarajevo y Sarajevo, el de los francotiradores y el de los que escapan de los francotiradores-, la fragilidad de las fronteras, la necesidad de mirar y las suspicacias ante aquel que se detiene a mirar: “Siento que la gente me mira mal, el que camina despacio y mirando despierta sospechas (…) Desconfía de tus ojos, lo que tus ojos ven esconde cosas. Quédate quieta mientras todo se mueve, échate a un lado, échate atrás. No basta mirar, hay que hacer memoria, lo más difícil de ver es el tiempo”.
Por su temática y atmósfera, El cartógrafo nos recuerda a otra de las cumbres del teatro de Mayorga, Himmelweg, obra en la que lo que se cuestiona es el propio teatro -en sentido general- en lo que tiene de fingimiento, de disfraz, de cobertura protectora y falseadora de la realidad. La misma ambivalencia que caracteriza a los mapas -sirven para matar o sirven para salvar-, es aplicable a nuestra manera de estar en el mundo y de contar el mundo -y esto tiene mucho de teatro-, por lo que todo depende, como dice el comandante de Himmelweg, de cuál sea el objetivo en la escena. O, como dice el anciano a su nieta: “¿Cuáles son tus preguntas?”.
Mayorga no adoctrina ni se sitúa en el plano de una verdad inamovible, sino que expone conflictos morales con aparente y envidiable sencillez y con una fuerza poética desgarradora. Un interesante análisis del filósofo Alberto Sucasas acompaña esta edición de El cartógrafo verdaderamente imprescindible que yo, si fuese profesora de Historia, no dudaría en analizar en clase. Y si la leen y les gusta, no duden en comprar el teatro completo de Mayorga editado también por La uÑa roTa, que incluye todas sus obras desde 1989 a 2014. Es justo lo que yo hice.
El cartógrafo (La uÑa roTa, 2017) de Juan Mayorga | 128 páginas | 12 € | Ensayo de Alberto Sucasas