"Trenes que viajan de noche" profundo análisis de "Teatro 1989-2014"
"Trenes que viajan de noche" profundo análisis de "Teatro 1989-2014"
Extensa reseña de David Ladra del libro de Juan Mayorga en El kiosko teatral
Por lo general, la obra suelta de nuestros dramaturgos contemporáneos está dispersa, por no decir desparramada, entre las contadas colecciones que dedican a la literatura dramática las editoriales del país, o encuentra un efímero asilo en los ejemplares de las revistas especializadas –muchas de ellas hoy desaparecidas– que intentan calibrar nuestra práctica escénica. De modo que acceder a recopilaciones sistemáticas de la obra de un autor –como lo hacen Methuen, Faber&Faber, Oberon Books o Nick Hern en Gran Bretaña y L’Arche, Actes Sud o Les Solitaires Intempestifs en la vecina Francia– es poco menos que imposible aquí. Por ello es tan de agradecer que las Ediciones La uÑa RoTa (sic) hayan tenido el gusto de editar en un solo volumen, en su colección Libros Robados, un compendio prácticamente entero de la obra teatral de Juan Mayorga que comprende desde su primer texto conocido (Siete hombres buenos, 1989) hasta Reikiavik, escrita en diciembre de 2013 y que él mismo se propone dirigir durante la temporada que viene. Alguna pieza falta de todas las compuestas durante estos veinticinco años (así, su teatro breve fue editado por Ñaque en 2001 y reeditado en 2009 con el título Teatro para minutos), pero ha sido el autor quien ha seleccionado las veinte que componen el libro, lo que supone una garantía. De ellas, tres –Angelus Novus (1999), Los yugoslavos (2013) y Reikiavik (2013)– no habían sido editadas hasta ahora. Claro que tampoco hay que hacerse ilusiones de dominar el resto por haberlo leído con anterioridad: Mayorga reescribe permanentemente sus textos, de modo que quien crea que conoce, por poner un ejemplo, Más ceniza porque la descubrió en 1993 en la revista Primer Acto, se dará pronto cuenta de su error al verla incluida en este volumen. Un hecho que aún le da más interés al libro en cuanto nos permite comparar versiones y analizar la evolución del pensamiento y estilo del autor. Aparte de una nota introductoria y un pequeño texto de Mayorga a modo de epílogo, Mi padre lee en voz alta, el prólogo está brillantemente escrito por Claire Spooner, doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Toulouse y en Filosofía y Letras por la Autònoma de Barcelona. Y el dibujante José Montero Galán ilustra artísticamente el tomo (769 páginas) deconstruyendo según le corresponde a cada obra el puzzle que figura en la portada. Un primor.
Si enfrentarse a un solo texto de Juan Mayorga siempre provoca una tensión mental, ¿cómo abordar la lectura seguida de estas veinte obras sin que tal ejercicio termine perturbándonos? ¿No sería mejor ir poco a poco, escogiendo con calma cada pieza al azar o, dada la frecuencia con la que se programa su teatro, completar la representación con la lectura? Probablemente sí, pero nos perderíamos una ocasión de oro para entrar en su mundo de manera ordenada, conocer su estructura y su topología, ver cómo cambian estas al compás de las preocupaciones del autor y disfrutar al fin del cúmulo de ideas, argumentos, personajes y formas queando para siempre nuestro equilibrio neuronal?? crean su universo teatral. Y es que, aunque haya veces que nos parezca así, los textos de Mayorga no son independientes unos de otros, todos se dan la mano y comparten fronteras comunes, como los edificios y espacios yuxtapuestos que, alegóricamente, forman esa ciudad que dibuja Montero y que no es otra cosa que la obra ensamblada del autor. Una ciudad contemporánea nuestra cuyos cimientos parecen reposar sobre un terreno firme conformado por esa amalgama de valores que, desde los filósofos y los trágicos griegos, constituyen al hombre occidental (el humanismo, la razón, la tolerancia, la mesura, la ética y un sentido de lo espiritual que no casa con ninguna iglesia) pero que, en realidad, se estremece expuesta como está al viento de la Historia y los anhelos de la sociedad. Ojalá dispusiéramos de espacio suficiente para visitar una a una sus casas, pero intentaremos acceder por lo menos a las más importantes, aquéllas que resumen los rasgos más peculiares del conjunto.
Cuando, a principios de los años noventa, Juan Mayorga comienza a sobresalir en el teatro, se está formando una nueva generación de autores que viene a subsanar de algún modo la relativa escasez de dramaturgos que caracterizó las dos décadas anteriores. El teatro de la acción y del gesto, del grito y de la expresión corporal que distinguió a los grupos independientes de los setenta está siendo reemplazado por otro que se centra en la “escritura teatral”, un término inventado por los estructuralistas franceses y puesto en práctica por autores como Bernard-Marie Koltès o Jean-Luc Lagarce. Por vez primera, el dramaturgo defiende su preeminencia frente al rol del director de escena y es ondeando esta bandera como aparecen en nuestro panorama teatral una serie de autores que se proponen, ante todo, escribir “comme il faut”: José Ramón Fernández, Carlos Marqueríe, Antonio Fernández Lera, Yolanda Pallín, Ignacio del Moral, Ernesto Caballero, Ignacio García May, Alfonso Armada, Angélica Liddell, Rodrigo García, Itziar Pascual… Mayorga está entre ellos y empieza a destacarse desde sus primeras creaciones: Siete hombres buenos es accésit del premio Marqués de Bradomín de 1989 y Más ceniza obtiene el premio Calderón de la Barca, ex aequo con Ildefonso García-Moreno, en 1992.
Se inicia así un primer recorrido de prácticamente un decenio que incluye, junto a las dos piezas más arriba citadas, El traductor de Blumemberg (1993) y El jardín quemado, publicada en 1998. El conjunto de estas cuatro obras tiene un gran interés en cuanto todo el teatro del autor, explícitamente o en potencia, ya está en ellas. Como si Mayorga hubiese desplegado desde joven un plan determinado de exploración del mundo que, aun admitiendo las derivas nacidas de las circunstancias exteriores y de su propio avance intelectual, nunca se separara de su intención primera, que no es otra que preservar la condición humana frente a la arremetida de la realidad. Así, su prudente, cuando no recelosa, actitud ante la acción política ya queda clara desde Siete hombres buenos, un drama del exilio republicano escrito el mismo año en el que cae el muro: no hay credo político, por muy razonable que parezca, que resista a la degradación moral de los encargados de ponerlo en práctica. Una actitud, como suele ocurrir en su teatro, siempre matizada por los requerimientos de la Necesidad: “La revolución será siempre un crimen o una locura dondequiera que prevalezcan la justicia y el derecho; pero es justicia y es derecho donde prevalezca la tiranía”. Y aun así, habrá que andarse con cuidado, no nos vaya a ocurrir lo que a los intelectuales internados en el psiquiátrico de El jardín quemado que, en nombre de una pretendida superioridad moral –son republicanos y poetas–, terminan mandando al paredón a doce infelices inocentes. Una obra ésta en la que resuenan dos grandes voces, la del imperativo moral de los dramas de Buero y la de la audacia de Brecht en sus piezas didácticas, dando cuenta de cómo Juan Mayorga se plantea metas muy ambiciosas desde sus principios.
También Más ceniza nos habla de política y disecciona un golpe de Estado, pero su mayor interés reside en su desarrollo formal, lejos del realismo que tantas veces atenaza a nuestro teatro. Tres parejas que no se relacionan entre sí van entreverando sus diálogos en un escenario cubierto de ceniza y sobre el que reposa un colchón. Pero la incomunicabilidad es solo aparente, pronto surgen una serie de “correspondencias” que nos recuerdan el simbolismo de poetas como Baudelaire: un gesto, una mirada, el repetir de un mismo movimiento… Hasta que al final toda la acción confluye y se produce el atentado. La libertad formal y el no estar limitado por “lo real” le permite al autor introducir un rasgo que se repetirá con frecuencia en su teatro, que es el abandonar por un momento el mundo terrenal y adentrarse en lo trascendente en busca de una explicación para lo que, aparentemente, no la tiene. Así, en Más ceniza, el asesinato de Max, un personaje que, sin aparecer en escena, es el que maneja todos los hilos y a quien se identifica con el Mal, nos sabe como una Redención. Y la explosión que concluye la obra suena como un aviso del Juicio Final.
Aunque el autor llegó a pensar que Más ceniza pudiera haber sido “un paso en falso” –y, en efecto, lo era en el sentido en que toda gran obra rompe con la mediocridad ambiente–, la que presenta inmediatamente después, El traductor de Blumemberg, además de ampliar el contenido escatológico de la anterior, no es menos rupturista desde el punto de vista formal (alternancia de escenas, más de la mitad del texto dicho en alemán). Mayorga nos describe una Europa actual presa de la devastación en la que un traductor, Calderón, y el presumible autor del libro que traduce, Blumemberg, un filósofo nazi próximo a Hitler (¿Carl Schmitt?), recorren sin parar el continente en un fantasmagórico tren hasta recalar en Berlín en busca de Silesius, otro factótum desaparecido. El libro, que en tiempos fue llamado “la Biblia de la violencia”, no existe como tal físicamente sino que sólo está en la mente de Blumemberg, que se lo va dictando al traductor a medida que hace memoria. Su contenido responde con fidelidad a los postulados de la doctrina nacionalsocialista: una nueva raza de hombres dispuestos a sacrificarse por los demás, un relámpago que atraviese la sombra, una gran explosión que purifique el mundo… Conectando con el trascendente final de Más ceniza, le dice Blumemberg a Calderón refiriéndose al libro: “No cualquiera puede mirar el rostro de Dios. Míralo como un templo, estás entrando en un templo. Es el destino de la Humanidad, el día de la ira, el Juicio Final. (…) El libro final, todos los libros, el primer libro de la nueva Humanidad”. Si en la obra anterior se hablaba de una Redención al aludir a la muerte de Max, asistimos aquí a una permuta, una Transustanciación, en cuanto Calderón se hace cargo de la culpa de Blumemberg, termina por sí solo la traducción y asimila el dolor que nos aflige. Con él, el huevo de la serpiente sigue vivo en su nido, esperando la próxima ocasión.
Como se ve, el fondo de la obra es casi teológico. Mayorga, influido por Benjamin, contempla la Historia de la Humanidad como lo hacían los antiguos, un eterno retorno en el que todo está escrito. No hay redención posible: independientemente de quien lo asuma, el Destino se ha de cumplir. Y ese destino está siempre dispuesto por la voluntad de Dios, entendiendo por tal el Yavé del Viejo Testamento. Un dios que se vale de sus mensajeros en la tierra –Max, Silesius–, los que conocen el día y la hora del Juicio Final. Todo se desarrolla en un lugar llamado Europa, un lugar que, antes de la Gran Guerra, fue la cuna de la civilización occidental. Y luego vinieron la Segunda y el Holocausto, que es, como para su maestro Reyes Mate, el eje central del pensamiento de Mayorga. Desde entonces, Europa como tal ya no existe, es un territorio sumido en el caos, en el que los pogroms (ahora de otras etnias) son frecuentes. Después de la masacre del pueblo judío, el continente ha perdido su norte y ha desaprovechado la lección. Porque de esa montaña de cadáveres debía haber nacido un mundo nuevo, un “paraíso sin sangre”, y no esta Europa de los mercaderes, contaminada hasta los tuétanos por un capitalismo corrosivo que, con la caída del muro, ha alcanzado, parece, su meta final, esto es, el fin de la Historia. No ha habido redención y sigue habiendo culpa.
De las siete obras del autor que, yendo de 1999 a 2006, vienen incluidas en la recopilación, habría que centrarse en las cinco que, alcanzada ya su plena madurez artística, no solo le llevaron a los primeros escenarios del país sino que le abrieron las puertas de la escena internacional. Se pueden agrupar en tres partidas: la primera constituida por Cartas de amor a Stalin (1999) y Himmelweg (2003), las dos obras que, en alguna manera, son la continuación de la reflexión iniciada en Más ceniza y continuada por El traductor de Blumemberg; una intermedia que comprende Animales nocturnos (2003), una pieza que parece menor pero que, sin embargo, marca un importante punto de inflexión en la trayectoria del autor; y por último, otros dos textos, Hamelin (2005) y El chico de la última fila (2006), que desarrollan ese “teatro civil” al que dio paso la anterior.
Tras una década como el joven autor más prometedor del teatro español, Mayorga se consagra con el estreno de Cartas de amor a Stalin en el Teatro María Guerrero. Y es cierto que aparecen en ella una serie de elementos dramáticos y rasgos estilísticos que, atenuando un tanto el carácter experimental de las piezas precedentes, contribuyen a “espesar” el texto y condensar la acción de tal manera que la obra se convierte en un drama político comparable a los que, con frecuencia, produce el teatro inglés (Frayn, Stoppard, Hare). No solo la idea es original (el escritor Bulgákov escribiéndole al camarada Stalin para que su obra se pueda editar y representar libremente en la URSS o se le deje salir del país con su esposa), sino que su tratamiento es muy teatral: Stalin apareciéndosele a Bulgákov como si fuera un fantasma primero, y luego, cobrando materialidad hasta convertirse en una presencia real y familiar que termina ocupando su cerebro y su casa hasta llegar a expulsar a su mujer y hacerse con el protagonismo de la obra en un alarde de vampirismo genial.
Si Cartas de Amor a Stalin significó la revelación oficial de Juan Mayorga como un gran autor dramático español, Himmelweg fue la obra que le consagró internacionalmente. Basándose esta vez en un hecho real, el informe positivo de un delegado de la Cruz Roja que visita un campo de concentración nazi en el que todo es simulado para dar la impresión de que los judíos allí internados gozan de unas condiciones de vida casi idílicas, Mayorga nos ofrece de nuevo una excelente muestra tanto de la potencia de su imaginación como de su maestría para dramatizar si ida nos ofrece de nuevo una excelente muestra de su imaginaciajo la direcciun relato que, así contado, parece imposible. Y es que las situaciones creadas por lo burdo de la manipulación llegan a parecer surrealistas, como el discurso de ese ilustrado comandante del campo que nos habla de paz y de humanismo: “Todos ganaremos esta guerra. Algún día no sabremos distinguir entre vencedores y vencidos. Entretanto habrá dolor, pero todo ese dolor es necesario. Spinoza dice que el odio que es vencido por el amor, en amor se trueca; y ese amor es más grande que si el odio no le hubiera precedido”. Parece un vaticinio de lo que la Unión Europea aparenta ser hoy, vaticinio que se confirma al utilizar el comandante la jerga burocrática que le es característica a dicha institución (“hemos dispuesto todos los elementos funcionales relativos al problema en el ámbito europeo, mediante la coordinación de cada una de las instancias implicadas.”) para referirse a la higiene del campo y la eliminación de los restos humanos. Y recordándonos a El traductor de Blumemberg, concluye: “Trenes que viajan de noche. Eso es Europa para mí”.
Animales nocturnos nos cuenta una historia de vecindad que termina convirtiéndose en una relación de vasallaje semejante a la mostrada en las dos obras anteriores pero con una diferencia esencial: ya no estamos hablando de grandes temas ni nos enfrentamos al “Moloch” de la Historia sino que, por primera vez en el teatro de Mayorga, hemos tomado tierra y nos encontramos en una ciudad reconocible, tanto, que se parece mucho a la nuestra. De la alta política pasamos a la moral pública, un campo en el que se van a desarrollar, a partir de ahora, muchas de las obras del autor. La obra toca el tema de los inmigrantes y los abusos a los que están expuestos por unas leyes claramente xenófobas, pero también el de las personas que sufren de insomnio o trabajan de noche y son manipuladas por la radio. Como se ve, los temas de actualidad de un barrio que bien podría ser Lavapiés. Animales nocturnos se cierra con otra permuta, otra sustitución: la mujer del Hombre Alto, el emigrante, le abandona y será la del Hombre Bajo, el chantajista, quien ocupe su puesto en connivencia con su esposo.
En Hamelin, otra muestra de su teatro cívico, el juez Montero, moderno Edipo inmerso en un caso de pederastia, está dispuesto a llegar hasta el fin con tal de conocer la verdad, “el origen del mal”. Le asaltan las sospechas pero le faltan pruebas y, como en una película de serie B, recorre la ciudad para encontrarlas. Todos mienten o, para ser exactos, todos proclaman “su” verdad. Si el señorito salía con el niño y pagaba por ello, sus padres lo tomaban como una obra de caridad, ¿cómo iban a pensar que se lo llevaba a la cama? El niño, Josemari, afirma que el pederasta le tocaba, pero este lo niega, vehemente: lo que pasa es que quiere al chaval “como nadie le querrá jamás”. Entonces, ¿quién miente, Josemari? La psicopedagoga que le tendría que ayudar se pierde en una jungla de términos técnicos… y mientras tanto, todo anda manga por hombro en la casa del juez: han expulsado a su hijo del colegio y acaba de pegar a su madre. Indiferente a sus propios problemas, el juez se queda a solas con el crío. Dice el Acotador: “Montero pone su mano sobre la cabeza de Josemari, la acaricia. Apoya la cabeza del niño sobre su pecho. Montero siente que el corazón late muy deprisa”. Y le cuenta el cuento del flautista de Hamelin.
¿Otra sustitución? El espectador sale del teatro sin tener las ideas claras. No será porque la obra sea confusa –es, hasta aquel momento, la mejor escrita de Mayorga–, sino porque el autor quiere mostrarnos que la que es confusa es la realidad. Y dado lo delicado del tema, siempre se tiene que mover en el filo de la navaja. De ahí viene ese rasgo tan característico de esta etapa civil de su teatro que empezaba a apuntar en Animales nocturnos, su deliberada ambigüedad a la hora de tratar con los seres humanos y abordar sus inclinaciones y deseos. Sus personajes ya no son de una pieza ni actúan a las órdenes de un ideario o movidos por un evento histórico sino que los sentimos próximos. No porque haya aumentado su capacidad emocional –la pieza sigue siendo fría como granizo–, sino porque el autor utiliza unos recursos teatrales que convocan al espectador. El primero y principal de ellos es la figura del Acotador, que no solo nos lleva de la mano a través de la trama sino que nos expone la opinión del autor. Y el segundo recurso es el diálogo, fluido y chispeante como Mayorga no lo ha escrito hasta entonces. Aquí las gentes hablan como en la calle y el mensaje procede más de lo que dicen que de lo que piensan.
Con El chico de la última fila, Mayorga entra de lleno en la comedia, señal inequívoca de que ha alcanzado su apogeo como dramaturgo (tiene cuarenta años por entonces) y domina, por tanto, todas las herramientas del oficio. No hay más que ver cómo entremezcla los diálogos evitando toda disquisición que pudiera entorpecer su flujo y llevando a la escena unos personajes inmediatamente reconocibles por el espectador: Germán, el profesor de instituto más bien carca a quien le hubiera gustado escribir; Juana, su mujer, galerista de gustos postmodernos a quien le van a cerrar la galería; Rafa Padre, oficinista multinacional que se ve frenado por su jefe; Ester, su esposa, dejó de trabajar y ahora se ha convertido en una maruja; Rafa, el retoño de ambos a quien se le dan mal las matemáticas; y ese alter ego de Mayorga (o de quien le gustaría haber sido de adolescente) que lleva el peso de la acción. Unos personajes cargados de verdad que sirven al autor para exponer su teoría literaria. Y una historia que termina, sin perder el humor, en sobresalto.
Con La paz perpetua (2007) Mayorga paga tributo a esos perros que le han ido acompañando a lo largo de todo su camino, desde los ladridos procedentes de un can abandonado en el sótano de Siete hombres buenoshasta los que pueblan el imaginario de Don Oswaldo en El jardín quemado. De modo que el autor les va a asignar los tres papeles protagonistas en esa fábula sobre el terrorismo y la tortura que es su nueva obra: un rottweiler impuro un tanto fascistoide será Odin, un noble pastor alemán hará de Enmanuel (Kant) y un perro de la calle, cruce de varias razas, se encargará de representar a John-John, una especie de Escipión y Berganza a lo Cervantes. Los tres canes aspiran a un solo puesto en una unidad perruna de operaciones especiales, de modo que son sometidos a tres pruebas por su entrenador, un perro labrador llamado Casius. Pero empatan en todas y van a tener que enfrentarse con la cuarta, un e pruebas por su entrenador, un labrador llamado Casius. Pero empatan en todasejercicio práctico que, señalando a una puerta del recinto, les explica el Humano: “Detrás de esa puerta, lo adivinaron, hay vida. Un ser humano. Él asegura no saber nada, pero sospechamos que tiene datos sobre un inminente atentado contra población civil. Antes de tomar una decisión, queremos, señores, que compartan nuestras dudas. Quizá ese hombre realmente no sepa nada. Y aunque sepa, si lo tocamos, si tocamos a ese hombre desarmado, ¿no justificaremos su tenebrosa visión del mundo? ¿En qué nos distinguiremos de él, si despreciamos la ley? Si ese hombre no tiene derechos, ¿no están también los míos en peligros en peligo, los de todos los hombres, la democracia?, ¿no est hombre desarmado, ¿no justificaremos su gtenebrosa visio, los de todos los hombres, la democracia? Luchamos por valores. Sin embargo, personas inocentes pueden estar a punto de morir”.
De modo que la obra comenzó como una fábula de Esopo y ha terminado convirtiéndose en una discusión sobre Guantánamo. Claro que no es fácil resolver la disyuntiva planteada por el Humano, y tanto no lo es que el propio Juan Mayorga fue explorando diversas soluciones. En la primera versión, publicada en el nº 320 de Primer Acto, es el Humano quien traspasa la puerta donde está el prisionero para hacerle hablar (como en El traductor de Blumemberg, es el Hombre quien produce dolor y carga con la culpa); en la representación del María Guerrero, será José Luis Gómez quien, en nombre de la teatralidad, se llevará por delante a los tres perros; y por ahora, en la publicada en esta recopilación, Enmanuel se interpone entre sus compañeros y el cautivo y muere en el intento.
De La paz perpetua a esta parte, siete obras más figuran en el libro. Las dos primeras son muy dispares: Lalengua en pedazos (2010), un drama sobre Teresa de Jesús, escrito a la manera de la santa y dirigido por el propio autor, fue Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013 y obtuvo un gran éxito de público; y El crítico (2012), una obra de envergadura dedicada a quien fue uno de los más grandes, Ricardo Doménech, y representada en un teatro comercial, está todavía por cuajar. Publicada en un libro sobre su maestro Reyes Mate (Memoria – política – justicia. En diálogo con Reyes Mate, Editorial Trotta, 2010), El cartógrafo es una obra muy apreciable que trata sobre el gueto de Varsovia y su sublevación contra los nazis. Le siguen dos obras de su “teatro cívico”: Los yugoslavos (2013) y El arte de la entrevista (2013). En la primera, Mayorga vuelve por sus fueros y nos sitúa en un ambiente que pronto se nos hace familiar, el del bar de Martín, un bar cualquiera situado en un barrio cualquiera de la ciudad. Una vez más, el autor nos presenta una situación que parece normal pero que, no se sabe bien por qué, empieza a derivar hacia lo surreal. En cuanto a la segunda, nos habla de las veleidades de la memoria y la manipulación de los medios como causantes de un pequeño, pero entretenido, drama familiar. La última pieza contenida en el libro, Reikiavik (2013), responde a la pasión del autor por el ajedrez que ya se manifiesta en El jardín quemado. Sería puro teatro documental –el duelo que en la capital de Islandia mantuvieron Boris Spassky y Boby Fisher en julio de 1972 por el campeonato mundial– de no haber introducido Mayorga tres personajes de ficción.
Pero ya es tiempo de acabar estas notas y dejar al lector que se sumerja en el universo del autor que le brinda la recopilación. Allí descubrirá un teatro que, sin olvidar el pasado sino fundamentándose en él, nos habla del hombre de hoy, de sus anhelos y zozobras en un mundo que se le aparece incoherente y emancipado de su voluntad. Y lo hace con un lenguaje accesible y cuidado, siempre al servicio de la reflexión y sujeto a las leyes de una escena que se acrecienta con su presencia.