Juan Mayorga en el diario La Vanguardia: "Hay que desobedecer al espectador"

24.06.2014

Juan Mayorga en el diario La Vanguardia: "Hay que desobedecer al espectador"

Publicado en La Vanguardia

Entrevista a Juan Mayorga en La Vanguardia

La poética de Juan Mayorga (Madrid, 1965), ampliamente representado y traducido, nace de una suerte de triángulo formado por riesgo filosófico, indagación estética y precisión matemática. Sus personajes, muchas veces antagónicos, muestran la voluntad de dominar al otro. Decía Buero Vallejo que “cualquier teatro, aunque sea histórico, debe ser, ante todo, actual”. Esa consciencia es la que Mayorga, Premio Nacional de Teatro en 2007 y de Literatura Dramática en 2013, aplica a sus piezas que ahora publica La Uña Rota bajo el título Teatro 1989-2014. ¿Cómo humanizar el arquetipo? ¿Toda máscara esconde una herida?

En 1993, junto a José Ramón Fernández, Luis Miguel González Cruz y Raúl Hernández Garrido, funda el Teatro del Astillero. Más tarde se uniría Guillermo Heras. ¿Qué supuso para usted compartir sus textos con otros dramaturgos?

En los talleres de dramaturgia aprendí la escucha. Uno leía su texto en voz alta y recibía las primeras reacciones del oyente. De algún modo, uno de esos talleres de dramaturgia, liderado por el chileno Marco Antonio de la Parra –uno de mis maestros-, luego se convertiría en el embrión del Astillero. Algunos, después, sentimos que nos venía bien mantenernos en esa comunidad de ideas, de crítica, de información. Y eso ha armado mi manera de trabajar. Aunque ya no estoy en el Astillero, cuando tengo un texto lo comparto con los colegas. La actitud de escucha permanece desde entonces.

Habla de leer en voz alta. El libro incluye, en forma de cierre, un breve artículo en el que explica cómo su padre lo hacía en casa mientras usted jugaba.

Es una experiencia fundante. Yo llegué relativamente tarde al teatro, tanto como de dramaturgo como de espectador. La primera vez que fui al teatro fue en secundaria, cuando fuimos a ver Doña Rosita la soltera de Lorca, protagonizada por Núria Espert. Tenía 16 años y me deslumbró. Descubrí el teatro como arte de la imaginación. Ya estaba en mí ese veneno teatral a partir de las lecturas en voz alta de mi padre. Eso hizo germinar una fe en la palabra pronunciada. El misterio del diálogo.

Esa práctica la aplica también en el proceso creativo.

No sólo cuando escribo teatro. También con los ensayos. Busco el máximo silencio a mi alrededor, leo en voz alta, y es la propia palabra la que me dice si he encontrado o no lo que estaba buscando.

Efectivamente su teatro construye escenarios con la palabra, pero el silencio también es revelador. ¿Lo no-dicho es ausencia o presencia?

El teatro, que es el arte de los cuerpos, puede mostrar la ausencia. Así como el teatro, que es el arte de la palabra pronunciada, puede dar a escuchar el silencio. Ésa es una extraordinaria paradoja. En el teatro el silencio pesa, se corta.

Su formación previa es filosófica. ¿Cómo pasar del abstracto al concreto?

Precisamente algunos grandes creadores teatrales, empezando por el Sófocles de Antígona, son capaces de presentar lo abstracto en un conflicto concreto. Enterrar o no al hermano, por ejemplo, que es al mismo tiempo enemigo de la ciudad. El espectador asiste a un conflicto de concreción máxima y, sin embargo, sabemos que lo que hay es una disputa de ideas muy complejas. El teatro piensa y da que pensar. El teatro ha de ser entretenimiento, y ha de ser poesía, pero si además -como en Calderón, como en Shakespeare o como en los griegos- da que pensar, entonces cumple plenamente su misión. Por eso no veo distancia con mi vocación filosófica. Una vocación compartida, ya que todos los seres humanos estamos llamados a interrogarnos sobre el mundo. El teatro es capaz de ofrecer preguntas para las que el filósofo aún no tiene palabras. El teatro, además, permite una polifonía. Ponernos en las razones del otro.

Dedicó su tesis doctoral a Walter Benjamin.

Probablemente muchos motivos de mi teatro, y muchas imágenes, se las debo inconscientemente a Benjamin. Lo que para mí es fundamental en el pensador es un gesto permanentemente crítico, que también se orienta hacia su propio discurso. Los vencidos de la Historia tienen una verdad que sólo ellos pueden captar y, por ello, nuestro conocimiento siempre será incompleto. Esa crítica constante es coherente, a la vez, con su lema de “organizar el pesimismo”. No deja de ser una forma de optimismo.

La crítica “desenmascara el mundo” y la utopía imagina otros mundos posibles.

Creo que lo que inventaron los atenienses es un arte donde, a través de un pacto de ficción, unos ciudadanos se destacan unos metros de otros para representar posibilidades de la vida humana. Eso nos permite examinar la vida que llevamos y, por qué no, imaginar otras formas de vivir. El teatro nos sirve para provocar nuestro asombro, pero también nuestra vergüenza. El lenguaje es el asunto político por excelencia. Qué palabras usamos, cómo las usamos, cómo somos usados por ellas.

De alguna manera en sus obras ha dado voz a los olvidados por la Historia.

Yo preferiría hablar más de escuchar los silencios de los sinvoz que de dar voz a los olvidados. A mí me preocupan aquellas formas de representación en las que el artista pretende una suplantación, que puede llegar a ser obscena, de los sinvoz. Es dar una segunda muerte al muerto. O sea, es muy importante hablar de lo que está pasando en las vallas de Melilla, pero puede ser una ingenuidad construir un personaje que represente a esos humillados. Antes de erigirse uno mismo como la voz de los sinvoz, lo que uno debería intentar es hacer que resonase su silencio. La vulnerabilidad del otro es la que me constituye como sujeto moral. Esa tensión la he tenido siempre en mis trabajos.

A quien se sí da voz, en obras como La tortuga de Darwin o Últimas palabras de Copito de nieve, es al animal como personaje escénico.

Es un poco como lo que pasa con La metamorfosis de Kafka. Si llamas a un hombre insecto acabas convirtiéndole en un insecto. España sabe mucho de esto, ¿no? Llamar perro al judío, llamar perro al musulmán… Esa animalización que comienza por la palabra. Creo que no exagero si digo que estamos siendo educados para comportarnos como animales. El ejemplo de la valla de Melilla nos dice algo sobre eso. El animal humanizado es el envés, el otro lado del humano animalizado. Ése es su valor político. Y su valor poético consiste en romper el marco, ofreciendo una gran libertad tanto para el actor, como para el director o el público. Se trata de un pacto que crea un enorme espacio.

También se licenció en Matemáticas. ¿Se trata, en ambos casos, de ser lo máximamente preciso en el lenguaje?

Claro. La matemática me ha instruido. La razón matemática busca aquello afín en objetos aparentemente disímiles. Es la búsqueda de la síntesis, de la forma más simple posible para una pluralidad de objetos, sea a través de un objeto geométrico, una definición o un teorema. El teatro busca algo semejante, por ejemplo, cuando un personaje da cuenta de una situación con un solo gesto o una frase. Eso a lo que llamo “lenguaje desengrasado” es a lo que aspiro, y en lo que la matemática me sigue educando.

En El arte de la entrevista leemos que hay que tenerlo todo preparado. No para controlarlo, sino para estar a punto para cuando aparezca “la grieta”.

Tiene que ver con lo que comentábamos de estar en permanente alerta, de estar a la escucha. Lo que hace un creador es estar siempre abierto. Somos mediadores de impulsos muy distantes. Cuando leí en vuestro diario hace unos años que Copito estaba agonizando, y todo el revuelo que se estaba montando, de repente miré mi biblioteca y apareció Montaigne, que es un meditador de la muerte… También esto es composición. Eso es la grieta, tener una determinada actitud porque en cualquier momento puede aparecer aquello que desenmascara, aquello que desplaza. Lo inesperado.

¿Qué papel juega ahí el humor?

El contraste entre lo solemne y lo cómico puede ser explosivo. Es interesante que aparezca una posición y, dentro de ella misma, aquello que la contradice o la rebaja. Con la tensión cómica podemos llegar de un modo más rico al corazón del espectador.

Se llegó a decir que usted, junto algunos creadores que obtuvieron el galardón como Sergi Belbel, Pablo Ley o Paco Zarzoso, formaban la “Generación Bradomín”. Hoy, con la distancia, ¿considera que realmente existían coincidencias temáticas o formales entre sus propuestas?

El hecho de que se colocase una etiqueta a una generación eligiendo simplemente el nombre del premio [Mayorga obtuvo un accésit en 1989 por Siete hombres buenos], en vez de una definición de nuestro teatro, indicaba que probablemente lo único que nos unía era haber coincidido en el espacio y en el tiempo. Dicho esto, la actitud de “yo no pertenezco a ninguna generación” me parece también una actitud narcisista. Más allá de la diversidad estilística, inevitablemente todos compartimos los deseos y los miedos de nuestro tiempo.

Si defendemos que el teatro es el encuentro con el otro, y la necesidad de tomar consciencia de un sujeto colectivo, el dramaturgo no puede aislarse del todo.

El teatro es un arte de conflicto -hay quien dice que es un arte de consenso-, y el conflicto más importante es el que se da entre el escenario y el patio de butacas. Creo que hay que desobedecer al espectador, y no entregarle aquello que busca. Si no, le estás tratando como a un consumidor. Pero lo que sí que has de intentar es provocar una conversación. Quien escribe teatro sabe que está escribiendo un hecho social. El teatro es reunión desde que escribes la primera palabra.

En 2011, con La lengua en pedazos, da el paso a la dirección. ¿Por qué crea la compañía La Loca de la Casa?

Necesitaba casi físicamente trabajar con actores. Siempre fui cercano al escenario. Muy frecuentemente estaba en los procesos, reescribía a pie de escenario… Y en un momento dado sentí que quería encerrarme con unos actores y escribir desde allí. Lo que he confirmado, con esta experiencia fascinante, es que todo teatro es escritura. Uno lo que está haciendo es ofrecer unos signos para que el espectador los lea.

François Ozon, con Dans la maison (2012), adapta al cine El chico de la última fila. ¿Cómo vio sus personajes en la gran pantalla?

Ozon consiguió traducir la obra al mundo francés, al lenguaje cinematográfico, y además a su propio universo. Es una película Ozon, y eso es formidable. Yo siento un gran respeto hacia los creadores que desplazan mis textos hacia otros lugares. Escribir teatro es eso, saber que la última palabra no la tienes tú.