«La desdicha Angélica», por Ruth Vilar

04.09.2015

«La desdicha Angélica», por Ruth Vilar

Publicado en Revista Quimera


Ruth Vilar analiza en  la revista Quimera la obras de Angélica Liddell publicadas en La uÑa RoTa

LA DESDICHA ANGÉLICA

 

Quimera, julio-agosto 2015

La novia del sepulturero: así titula Angélica Liddell el diario que engrosa su volumen más reciente, Ciclo de las resurrecciones (La uÑa RoTa, 2015). Un diario que acumula anotaciones inconexas y citas textuales de otras lecturas, que registra sueños y procesos físicos o psíquicos extremos –insomnio, incapacidad de alimentarse, euforia mística seguida de despeñamientos atroces– y que nutre sin filtrado ni decantación las obras creadas durante el período que cubre, de abril de 2013 a septiembre de 2014. Un diario que, además, revela asociaciones, certidumbres, imágenes y presentimientos, una visión del mundo perfectamente coherente con aquella que proclaman a voz en cuello y a corazón abierto sus textos dramáticos.
Porque en eso consiste la obra de Angélica Liddell: en declarar o vomitar una cosmovisión nacida de una sensibilidad exacerbada: “Si nadie ve lo que yo veo, qué haré, ¿Señor?, sino seguir mi camino sin compañía”. La lectura de sus textos más recientes –recogidos por la editorial segoviana en tres libros: La casa de la fuerza (2011), El centro del mundo (2014) y Ciclo de las resurrecciones (2015)– nos ofrece una perspectiva de su personalísima aportación como dramaturga, dejando al descubierto la urdimbre vital sobre la que se tejen los títulos que van desde Anfaegtelse (2008) hasta You are my destiny (2014).
Nótese que nos referiremos a las obras impresas, a la porción estrictamente verbal de una producción que comprende un complejo universo visual y sonoro, basado en la estética de la provocación y desarrollado durante años a través de la exploración escénica que Angélica Liddell ha llevado a cabo en el seno de su compañía Atra bilis. De algún modo, reduciremos su obra a la escritura, que ella misma reivindica como motor fundamental de su creación: 

“Me costaría más renunciar a escribir que a la representación escénica. Esto me dolería, pero no podría prescindir de la escritura, tiene más que ver con mi carácter, tiene más que ver con la soledad del autor con su obra”. [Óscar Cornago, Conversaciones con Angélica Liddell, 2005.]

Así, nos remontaremos al verbo aún intacto. Artificialmente íntegro, si damos crédito a la noción de su creadora según la cual la propia naturaleza teatral del texto entraña una condena a la destrucción: 

“Las palabras dramáticas llevan todas un cáncer dentro, y ese cáncer es la representación. […] son palabras enfermas que luego van a morir en la escena, van a morir en el cuerpo del actor, en la voz del actor, en la garganta del actor. Son moribundas. Cuando lees, estás leyendo una especie de enfermedad que luego vas a ver cómo se transforma en el cuerpo. La escena no es el lugar de realización de la palabra, sino el lugar de su acabamiento, de su final, de su muerte. En la escena el texto va a morir”. [Óscar Cornago, ob. cit.]

¿Cabe atribuir el reconocimiento que el público y las instituciones teatrales le han prodigado en Francia –y que en diciembre de 2014 la movería a repudiar públicamente la escena española– a la preponderancia que, tal y como señalaba Todorov, vienen ejerciendo el nihilismo y el solipsismo en la vida cultural del país en lo que va de siglo? Nihilismo y solipsismo que, según argumentaba el teórico franco-búlgaro en La literatura en peligro (Galaxia Gutenberg, 2009), descansan en la idea de que:


 “los hombres son estúpidos y malvados, la destrucción y la violencia muestran la verdad de la condición humana y la vida es el advenimiento de un desastre. [...] La corriente nihilista conoce una excepción principal, que tiene que ver con el fragmento del mundo constituido por el autor mismo. [Éste describe] con todo detalle sus emociones más mínimas, sus más insignificantes experiencias sexuales y sus reminiscencias más fútiles: ¡cuanto más repugnante es el mundo, más fascinante es el yo! Por otra parte, hablar mal de uno mismo no destruye este placer, ya que lo esencial es hablar de uno mismo y lo que se dice es secundario. La literatura ya no es más que un laboratorio donde el autor puede estudiarse a placer y tratar de entenderse. Podríamos calificar esta tendencia de solipsismo, por el nombre de aquella doctrina filosófica que postula que el propio yo es el único ser existente”.

De considerar que sí, estaríamos obviando dos de los puntales de la escritura de Angélica Liddell. En primer lugar, su talento para extrapolar los padecimientos y los pecados individuales a un contexto colectivo, que le permite atar cabos entre la mezquindad cotidiana –ésa que cada quien admite, e incluso fomenta, en sí mismo– y las plagas unánimemente reprobadas que asolan el mundo. En segundo lugar, la mística mundanal, atea y paradójicamente devota que impregna sus textos. Su nihilismo y su solipsismo, innegables, no resultan herméticos porque enraízan en las profundidades de lo humano: el anhelo de creer –violentamente frustrado y renovado contra toda sensatez o pronóstico– desborda sus palabras. Estallan las costuras de cada negación tajante, incapaces de contener por más tiempo una afirmación rotunda y gozosa. Y viceversa. Angélica Liddell transita los extremos de la emoción y del pensamiento.

Leídas en el mismo orden en que fueron estrenadas, estas nueve obras dan fe de una metamorfosis que parte de la furia más cruda y, a través de la ascesis laica, desemboca en la entrega sin reservas: 


“AMO MI ENFERMEDAD, no erráis en el diagnóstico, quién si no iba a levantar pabellones de oro que colmen la necesidad de belleza de vuestros hijos”.
Anfaegtelse (2008), Te haré invencible con mi derrota (2009), La casa de la fuerza (2009), Maldito sea el hombre que confía en el hombre (2011), Ping Pang Qiu (2013), Todo el cielo sobre la tierra (el síndrome de Wendy) (2013); y Ciclo de las resurrecciones (2014), trilogía formada por Primera carta de san Pablo a los corintiosTandy y You are my destiny, son los sucesivos tramos de ese trayecto, encadenados entre sí por la recurrencia de las obsesiones irresolubles que acosan a Angélica Liddell y por el despliegue progresivo de un lenguaje visionario, arquetípico y poético, que no sólo no teme ser bello sino que cifra en esa belleza su capacidad para conmover al espectador: 
“El teatro es un momento de sufrimiento, un dolor compartido. [...] Son conciencias individuales que se unen, grandes esfuerzos individuales que se juntan en ese ritual de conflictos que es la misa escénica, la congregación. Es algo muy primitivo”. [Óscar Cornago, ob. cit.]

Quizá sean el sufrimiento y la miseria existenciales los ejes que atraviesan la producción dramática de Angélica Liddell, y los motivos que aborda y la forma con que los modela, variaciones sobre esos mismos temas: 
“Mi trabajo consiste en examinar mi propia escoria. Y la escoria de la que están hechos los demás. ¿Qué esperaban? Si alguien se dedica a examinar su propia escoria es normal que le salte a los ojos la escoria de los demás”.

Nos habla del amor que nos es concedido –o del que se nos priva– como origen último del dolor; de su dosificación como mecanismo de violencia; de la soledad y de los medios brutales con que tratamos de paliarla; de la sutil relación entre el desprecio que infligen y la dependencia con que correspondemos; de la autodestrucción o la autocosificación como vías desesperadas hacia la ataraxia o la anestesia; de la injustificada confianza del hombre en el hombre; de la podredumbre del pacto social –con la institución familiar a la cabeza–; de la infelicidad como condición sine qua non para la comprensión; de la inutilidad de la victoria; de la debilidad aberrante como único freno a la ferocidad humana; de la extinción como utopía; etcétera. 

“Simplemente ves a la gente por dentro, nada más. Cada vez que tienes a alguien delante, tienes a la humanidad entera, los ves por dentro. Eso te impide querer a nadie. Si les quisiera no podría pensar. Si tuviera que estar pendiente de herir o de no herir, de ofender o de no ofender a las personas a las que conozco, no podría describir el mundo, no podría hacer bien mi trabajo, no podría pensar. Así que los veo por dentro. Los veo por dentro.”

El teatro de Angélica Liddell no se afirma sobre la lucidez, sino sobre esa cosmovisión convulsa que, aunque ha absorbido los dogmas y la iconografía de la religión, se revuelve contra el valle de lágrimas. Es una Virgen Dolorosa que rechaza la maternidad y se subleva: 
“¿Por qué no me quitas la rebelión? Si estás decidido a seguir jodiéndome la vida, a seguir humillándome, a seguir haciéndome daño, a seguir engañándome, por qué no me quitas al menos la rebelión. Hazme sumisa. Quítame la rebelión. ¿Por qué cojones no me quitas la rebelión?”. 

Sus textos rezuman elementos bíblicos; en ellos, la autora-protagonista se somete hasta la extenuación al entrenamiento físico, al sexo anónimo o al aprendizaje de idiomas, como a una penitencia; sus montajes están ritualizados y su banda sonora –clásica, folclórica, kitsch– acentúa ese componente ceremonial. Poco a poco, la Angélica Liddell que se erigía en sacerdotisa de la revuelta interior y decretaba “odiarás a los otros tanto como a ti mismo. Y pensarás gracias a la rabia”, se convertirá en la depositaria de una verdad inasible y revelada en Ciclo de las resurrecciones. No entregará las armas, sino que las pondrá al servicio de un designio más alto: 
“¿Cómo es posible, Señor, cómo es posible que no estemos todos locos de amor?”.

Su producción entreteje el relato autobiográfico descarnado y el poso incrédulo del cristianismo con las manifestaciones reales de lo apocalíptico: el destino de Jacqueline du Pré, el uso de la fuerza en Israel y la proclamación del Día de la Ira, las masacres de mujeres en México, el esmero con que el estado del bienestar quiere esconder debajo de la alfombra los disturbios de las barriadas de París, la matanza de Utoya, las atrocidades de la Revolución Cultural china y la hipocresía de la Ping-pong Diplomacy. Además abundan tanto las referencias a otros creadores, artistas o pensadores que la autora siente afines –Pascal Quignard, Bach, Bellini, Vivaldi, Schubert, Wittgenstein, Shakespeare, Handel, Monteverdi– como la reescritura, reinterpretación o descontextualización parcial de obras ajenas –Las tres hermanas de Anton Chéjov, Peter Pande J.M.Barrie, el mito de Orfeo y Eurídice, el Libro Rojo de Mao, El libro de un hombre solo de Gao Xingjian, el poema de Wordsworth y “Splendor in the grass” de Elia Kazan, o Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson, entre otras–, elaboradas de acuerdo con el espíritu del nuevo texto que las contiene.

Leer a Liddell supone traspasar la cerca de la razón y adentrarse en un lugar incierto donde el suelo –cuando lo hay– no es firme y donde una fuerza irresistible lanza al hombre contra el hombre. Un territorio del que se ha arrancado toda esperanza como mala hierba, aunque rebroten interminablemente. Un desierto rocoso y abigarrado, sometido a la ira divina de un dios que no existe. Un paisaje poético desolador en que la vida –convertida en una sucesión de aflicciones e injusticias; condenada a la imprevisibilidad, la irreversibilidad y la impotencia– se malogra pero se obstina en proseguir. Un descenso literario al infierno de la tristeza incurable:

“La obra empezaba con la creación del mundo. Tú repetías ‘Angélica, Angélica’, y después gemías en voz baja, ‘la desdicha Angélica’, no ‘la desdichada Angélica’ sino ‘la desdicha Angélica’, como si hubiera un tipo de desdicha celestial que estuviera clasificada bajo mi nombre. La desdicha Angélica.”