«Mayorga, o el placer de leer teatro»
«Mayorga, o el placer de leer teatro»
En los últimos años rara es la temporada en que no asoman a la cartelera dos o tres obras de Juan Mayorga, que se ha convertido, por ello, en el dramaturgo español más representado, el de proyección más internacional también. El hecho no deja de sorprender en tiempos como los que corren, pues que es el suyo un teatro de la palabra y de la idea, y ni la una ni la otra tienen un papel relevante en una sociedad como la nuestra tan apegada a la pantalla y tan dominada por la ocurrencia. Tampoco estamos ante un tipo de teatro que tenga raíces en nuestra tradición, si exceptuamos los casos de Calderón –tan admirado por Mayorga– y Unamuno, un autor casi inédito en los escenarios.
He dicho que el de Mayorga es un teatro de ideas, lo cual no es lo mismo que un teatro ideológico o un teatro de tesis, como subraya Claire Spooner en la breve pero jugosa introducción a el libro que comentamos Teatro 1989–2014, editado por La Uña Rota: “Muy lejos del teatro de tesis, Juan Mayorga escenifica el movimiento permanente del pensamiento […] y hace palpables las ideas a través de la escenificación del conflicto”. La apostilla recuerda la defensa que hacía Ortega y Gasset –en su crítica de la novelística barojiana– del pensamiento en cuanto la mayor y más viva actividad que pueda darse en el ser humano. Para que en la escena el pensamiento no pese en exceso, el autor debe soslayar toda tendencia al sermoneo y la instrucción, formas monológicas del discurso. Mayorga lo consigue cultivando el diálogo dramático a la manera bajtiniana, esto es, dialógicamente, para que los espectadores no tomen partido de antemano por la víctima o el verdugo, Bulgákov o Stalin (Cartas de amor a Stalin), Santa Teresa o el inquisidor (la lengua en pedazos), el pedófilo o su interrogador (Hamelin), el creador o el crítico (El crítico. Si supiera cantar me salvaría)…
Quienes hayan visto algunas obras de Mayorga tienen ahora, gracias a este voluminoso libro donde se recogen veinte, la oportunidad de revisitarlas y reconocerlas mediante esa honda reflexión que no es tan dable realizar en el momento de la representación. Se incluyen desde las más exitosas (además de las ya nombradas, El chico de la última fila, La paz perpetua, El gordo y el flaco…), hasta las que permanecen aún inéditas en los escenarios como Siete hombres buenos, Angelus Novus, Los yugoslavos, El cartógrafo, Reikiavik…
Aun cuando la escritura de Mayorga nada tenga que ver con las corrientes posdramáticas en boga, tampoco es deudora del sistema dramático tradicional: ni subtítulos que encasillen sus piezas, ni división en actos, cuadros o escenas, ni adscripción a ningún nuevo realismo. En su piezas mejores la imaginación vuela poderosa sobre el escenario, del que se adueñan en no pocas ocasiones personajes-animales: los perros en La paz perpetua, uno de sus títulos más ambiciosos acerca del terrorismo, o Harriett, la tortuga centenaria que conoció a Darwin.
A semejanza de Peter Brook y de su maestro Sanchis Sinisterra, Mayorga prefiere los espacios vacíos, la escenografía austera. En las últimas piezas ha prescindido casi enteramente de las didascalias. Por eso mismo, las puestas en escena de sus obras deben ser muy ponderadas por los directores, cuya imaginación vuela a veces demasiado a ras del suelo. Cuando eso ocurre, como en el reciente montaje de El arte de la entrevista en el Centro Dramático Nacional, la intensidad dramática se resiente. Un ejemplo contrario sería el de La lengua en pedazos, uno de sus últimos éxitos yde cuya dirección se encargó el propio autor.
Aun cuando –como decíamos– no hay pieza que podamos adscribir a los subgéneros dramáticos tradicionales, todo el teatro de Mayorga está impregnado de una peculiar sustancia trágica. Su devoción primera a un pensador como Walter Benjamin, víctima precursora de la mayor tragedia vivida en el siglo xx, tal vez explique su insistencia en algunos de los hechos más sombríos de la civilización contemporánea: el Holocausto (Himmelweg), la Guerra Civil española (El jardín quemado), el comunismo soviético (Cartas de amor a Stalin), los golpes de estado (Más ceniza)…
Teatro de palabra y de pensamiento, que se disfruta viéndolo y también leyéndolo. Aconsejo a los lectores comiencen el libro por el hermoso epílogo escrito por el autor –“Mi padre lee en voz alta”–: una apología de la lectura del teatro, de una lectura no solo individual sino en grupo, la lectura en la escuela, y el teatro, en fin, como ejercicio de responsabilidad en común, según lo entendiera Albert Camus, para quien frente al carácter solitario de la literatura, el teatro era siempre un hecho solidario.
Javier Huerta Calvo es catedrático de Literatura de la Universidad Complutense de Madrid.
Una versión de este artículo ha sido publicada en el número de septiembre de 2014, 255, de la Revista LEER