El conde de Torrefiel. Nuestro tiempo, por Óscar Brox
El conde de Torrefiel. Nuestro tiempo, por Óscar Brox
Kultur, de Pablo Gisbert El conde de Torrefiel
Revista Détour | por Óscar Brox
“Actualmente los escritores no saben enfrentarse a un problema real; por el contrario, son capaces de imaginarlo y narrarlo a la perfección”. Hace unos meses, al leer la doble edición de La plaza y Kultur que publicó La uña rota, me quedé pensando en esta reflexión de Pablo Gisbert. Ambas piezas giran alrededor de conceptos como la identidad, lo público y lo privado o la forma en la que fabricamos nuestra presencia en el mundo; en otras palabras, quiénes somos y cuáles son los medios (imágenes, palabras, estímulos) de los que nos servimos para responder a esa pregunta. Y en ese sentido, esta frase entresacada del texto de Kultur cobra un interés especial cuando se es espectador de la performance. Lo que vemos es una larga escena que abarca los prolegómenos de un casting porno y algunos momentos de sexo explícito entre sus protagonistas, los actores Sylvan y Jane Jones. Lo que escuchamos, en cambio, es un monólogo en el que una voz juega con el adentro y el afuera de la escena, escribiéndola al mismo tiempo que la observamos. La obra termina con una pregunta muy poderosa: ¿cómo es sentirse de esta época? ¿Qué es lo que hace que nos fijemos en el ahora?
Fijarse es, prácticamente, lo único que permite El conde de Torrefiel, formado por Gisbert y Tanya Beyeler, en esta pieza. La voz y la música ambiental nos orientan hacia un escenario que recrea otro escenario, con sus cámaras y focos preparados para filmar. Parece imposible mirar hacia otro lado, aceptable bostezar, inquietarse o pensar qué quieren sus creadores de nosotros. Pero, ¿qué queremos nosotros de ellos? Cuando hablamos de performance parece difícil eludir el papel del espectador. Estamos ahí, a unos metros de aquello que, a menudo, observamos a través de pantallas. Y es justo decir que aquí el sexo es frío, neutralizado por esa apariencia de naturalidad con la que la pareja de actores ensaya posturas y gestos y muestra, sin ambigüedades, el artificio tras el deseo. ¿Es eso lo que buscamos? No lo creo. Creo que buscamos ese artificio, imaginar y narrar, escribir esa misma escena desde nuestra posición de espectadores, porque es quizá la única manera de explicar nuestra posición. Nuestro lugar. Nuestro papel en la performance. Y lo que sentimos y por qué usamos estas palabras y no otras, esos cuerpos y no otros. Y lo que todo eso dice de nuestra época y de cómo la entendemos, que es lo mismo que hablar de lo que entendemos por nuestra cultura.
En un punto, la sensación que transmite el trabajo de El conde de Torrefiel es extraordinariamente cerebral. En las pausas del monólogo que escuchamos a través de los auriculares, resulta difícil no dar vueltas alrededor de cualquier detalle: ¿están interpretando los performers o solo hacen como que hablan entre ellos? ¿Cada elemento del decorado está dispuesto para bloquear una parte de la acción y despertar en el espectador la necesidad de ver? No en vano, cuando los dos actores se desnudan, parece algo inevitable: ver, observar, sentir. Pensar que todo eso es como si pusiera la experiencia escénica patas arriba, con las cámaras del escenario enfocando nuestras reacciones, apretados en las butacas mientras la acción, simplemente, sigue. Y nada más. Y la impresión con Kultur es que es un espectáculo frío, que coloca al espectador en esa posición algo ingrata mediante la cual lo público se convierte en lo privado, y viceversa. La reflexión general se vuelve personal. Y todas esas imágenes, estímulos, sexos y artificios forman una argamasa de la que esperamos sacar algo; quizá, simplemente, la forma en la que nos relacionamos con nuestro tiempo. O lo que dice de cada uno la expectativa de ver a dos desconocidos follar en público.
Kultur convierte al patio de butacas en una plaza, digamos, silenciosa, en la que cada espectador se protege, a través de su intimidad, de las sensaciones que revolotean en escena. Del tedio, el artificio o la provocación. O de ese discurso que no dejamos de escuchar en el que se entremezclan cosas banales con ideas potentes, lo insignificante con lo que de verdad importa, y que no deja de remitirnos una y otra vez al lugar que ocupamos en esta pieza. A nuestro papel de co-creadores, como si corriese de nuestra cuenta poner las emociones, lo moral o lo social que la performance ni quiere ni tiene necesidad de aportar. Solo muestra, exhibe, nos invita a una mirada frontal a condición de que luego nos dejemos retratar hablándola, comentándola, criticándola o dando vueltas alrededor de su aparente simplicidad. Porque, digamos lo que digamos, será nuestra manera de describir este ahora, este tiempo; lo que buscamos o lo que queremos de él.
Hace poco, leyendo un texto del crítico cultural Mark Fisher a propósito de la trayectoria musical de James Blake, me quedé con esta frase: es como escuchar a un fantasma que va asumiendo gradualmente una forma material. Se trata de una imagen que me persigue cuando pienso en Kultur; fundamentalmente, porque tengo la sensación de que en esta performance se produce algo parecido: escuchamos a un fantasma, también lo vemos, hasta que gradualmente asumimos esa forma material. Nos convertimos en protagonistas totales de la performance. Y me pregunto hasta qué punto ese monólogo de Pablo Gisbert no está narrándonos a nosotros, invadiendo nuestra privacidad para imaginarla y exponerla en toda su radicalidad, desnuda y cruda, sobre un escenario. Y hasta qué punto la insatisfacción, la desazón que provoca ese grado de desnudez, o de transparencia, no describe en sí misma el mismo declive cultural que otras obras de El conde de Torrefiel; la misma euforia ante ese pensamiento de que bastan las imágenes, la producción continua de estímulos, para concretar nuestra presencia en el mundo. Ya sea a través de un post en Instagram o viendo follar a unos desconocidos entre gente, también, desconocida.
La trampa de Kultur es que es la clase de experiencia escénica que se piensa a posteriori, que deja poca libertad al espectador (o tal vez demasiada, si uno se ensimisma con cualquier detalle escénico o se pierde en los vericuetos de esa voz y esos sonidos que nos asaltan desde los auriculares) porque lo único que le pide es que piense. Que actúe. Que haga público lo privado y convierta el espacio escénico en una plaza (algo parecido, en una línea más directa, proponía Roger Bernat en su Domini públic). Que se relaciona, que nos relacionamos, con gente que se parece a nosotros. Que convirtamos, en definitiva, ese pequeño dispositivo escénico en algo parecido a mirarnos al espejo. Y que nos preguntemos no sólo quiénes somos o cuál es nuestro tiempo, sino cómo somos y cómo es nuestro tiempo. Qué palabras, imágenes o estímulos utilizamos para escribirlo, tacharlo y volverlo a escribir. Por eso, la primera frase citada en cursiva tiene, en parte, un ligero tono autoirónico. Porque cuando uno se acerca a la obra de El conde de Torrefiel intuye en sus aspiraciones escénicas un dilema similar: como Wallace, Bolaño o Despentes (los autores, por cierto, que cita Gisbert); ineptos para la vida, pero buenísimos cronistas de nuestro tiempo. Un tiempo en el que todos, en una u otra medida, ejercemos una actitud performática frente a los demás. Un tiempo que se define por la necesidad continua de definirnos. De encontrarnos entre estímulos, imágenes y palabras. Como fantasmas que van asumiendo gradualmente una forma material.