Inquieto de Goldsmith: «Un Bloomsday inquietante», por Sara Mesa

23.06.2014

Inquieto de Goldsmith: «Un Bloomsday inquietante», por Sara Mesa

Publicado en Estado Crítico

16 de junio (Bloomsday), fecha festiva para muchos lectores, lo celebramos por partida doble: con una amena presentación en Oviedo del libro Inquieto, de Kenneth Goldsmith; y con una puntual reseña de la escritora Sara Mesa publicada en la interesante revista Estado Crítico.

En el conocido Club Prensa Asturiana ovetense asistimos a una amena conversación entre el traductor del libro, Carlos Bueno Vera, y Rodrigo Pérez Lorido, profesor del departamento de Filología Anglogermánica y Francesa de la Universidad de Oviedo. Se habló, entre otros temas, de la compleja y laboriosa traducción, en la que Carlos Bueno expuso algunos de los dilemas que planteaba el texto original y la forma en que los resolvió (por ejemplo, la ausencia de artículos de la versión inglesa, Fidget), así como del lugar que ocupa este libro en el panorama literario actual. La noticia viene recogida aquí, en la edición en papel y digital de La Nueva España, cuyo titular destaca el estilo jazzístico de Inquieto, en opinión de Bueno: «Este libro es el decir de los momentos de un cuerpo, es como leer jazz. Hay una base que va pivotando sobre las posibilidades de algo cerrado».

A continuación, reproducimos la interesante reseña de Sara Mesa. De fondo, el retrato a lápiz que el mismísimo James Joyce hizo de su personaje Leopold Bloom en el manuscrito del Ulises en 1927. A fin de cuentas, el 16 de junio es su día.

Un Bloomsday inquietante

Publicado el || Sara Mesa

¿Qué pasaría si cualquiera de nosotros, un buen día -pongamos un Bloomsday como hoy- decidiera consignar uno a uno, con la mayor precisión posible, todos los movimientos que realiza nuestro cuerpo, como si se tratara de un detallado registro notarial? Abrimos los ojos al despertar, estiramos los brazos, mano derecha frota párpado, pierna izquierda se extiende en su totalidad, dedos de los pies se separan… y así durante horas. ¿Sería posible acabar el experimento sin enloquecer? ¿Qué consecuencias tendría esta observación minuciosa sobre el propio cuerpo y sus actos -inconscientes, pero también, en muchos casos, voluntarios-? Ya les digo yo que no es factible, y que esta exhaustiva indagación autocorporal nos conduciría de cabeza al fracaso, como le sucede al autor de este extraño libro, Kenneth Goldsmith (Nueva York, 1961) , que decidió llevar a cabo la experiencia el 16 de junio de 1997 en honor a su admirado James Joyce. “Me fijé un micrófono al cuerpo y relaté todos mis movimientos entre las 10 de la mañana, cuando desperté, y las 11 de la noche, hora a la que me acosté (…) Me limité a observar mi cuerpo y a hablar. Desde el principio, concebí la pieza como una ficción. Mientras estoy aquí sentado escribiendo esta carta, mi cuerpo está haciendo miles de movimientos, pero sólo soy capaz de observarlos de uno en uno. Es imposible describir todos los movimientos de mi cuerpo en un día concreto”.

Bueno, esto no será descubrir la pólvora, pero el punto de partida (y el de llegada) me resulta muy sugestivo en lo que se refiere a cuestiones como la artificial separación entre cuerpo y mente, el dilema objetividad/subjetividad, o la consignación realista/científica de los hechos frente a su recreación e inevitable ficcionalización (escribir es crear en tanto que seleccionar y la palabra es, sin duda, una secuencia temporal que excluye la simultaneidad). No obstante, y más allá de estos planteamientos de índole filosófica y lingüística, me da la impresión de que Goldsmith es, sobre todo, poeta, y que este experimento se aproxima mucho más a la poesía que a la narrativa, por lo que al etiquetar este ‘post’ -como siempre hacemos en Estado Crítico- tras unos momentos de vacilación, me decido y sí: escribo “poesía”.

Quiero ser muy clara en esto: Inquieto no es un libro fácil ni un libro para cualquier lector. Hay que entrar en su rollo, en su ‘flow’… una vez sumergidos, la experiencia resulta -al menos para mí-, fascinante. El catálogo de acciones físicas comienza a las diez de la mañana, casi sin contexto -no sabemos dónde está el narrador, qué ropa lleva o qué hace exactamente-. Con cierto esfuerzo, intentando visualizar o recrear los movimientos del cuerpo -lo cual supone una toma de conciencia y, al mismo tiempo, un extrañamiento-, se deduce que se está levantando, aseando o desayunando. Los actos cotidianos se desnaturalizan debido a esta descripción de tono forense. Por ejemplo, aquí tenemos al narrador fumando, sin que en ningún momento se mencione el cigarro o el humo: “La muñeca derecha gira en el sentido contrario del reloj. Ejercer presión sobre la superficie del pulgar. Agarra. Se dobla por la muñeca. Se acerca a la boca. Los labios se separan. Se fruncen. La mano se ladea. Inhala. La lengua y la salida se recogen dentro de la boca. Traga…” Y así todo el tiempo, durante páginas y páginas… ¿Cómo no pensar en Samuel Beckett? Recordamos ahora El innombrable, pero también sus relatos últimos… acciones descontextualizadas, personajes fuera del espacio y del tiempo -o cuyo espacio y tiempo se nos escamotea-, un catálogo de acciones que, a fuerza de su especificación aparentemente innecesaria, se descoyuntan, pierden su sentido, se convierten en una plasmación del absurdo. Así se produce la paradoja: nunca el cuerpo fue menos natural que aquí. El hiperrealismo desemboca en surrealismo.

Pero sigamos con la jornada de Goldsmith, en la que se advierte una sutil pero paulatina gradación. A las doce de la mañana comienzan a introducirse, poco a poco, elementos externos (el café, la silla…); a la una se masturba y come, pero no es hasta las dos cuando se incorporan, todavía tímidamente, las sensaciones (visiones o dolor, por ejemplo); a partir de las tres las frases se acortan aún más, si cabe, constando sobre todo de verbos, algunos de los cuales no se limitan a movimientos (donde antes se indicaba “la lengua se desplaza por los incisivos” ahora aparece “la lengua juguetea con los incisivos”). Esta evolución culmina a las seis de la tarde, en un capítulo formado únicamente por oraciones sin sujeto, de una sola palabra, como si el narrador renunciase, cansado ya, a decir más (“Alcanza. Agarra. Alcanza. Sujeta. Aguanta. Sierra. Tira. Aguanta. Sujeta. Empuja. Picor…”). Creo que los efectos rítmicos de esta evolución son evidentes, así como su consiguiente efecto visual (el autor reconoce el influjo de las ‘motion-pictures’ de Eadweard Muybridge).

He aquí, sin embargo, que, a pesar de su aparente uniformidad, el lenguaje cambia radicalmente a partir de las siete de la tarde, cuando el narrador -que siempre habló de sí mismo en tercera persona, para tomar aún más distancia de sí mismo- comienza a “opinar” de los hechos, en parte debido a los efectos del alcohol. El estilo se vuelve aún más complejo y críptico, al incorporar incluso vocablos inventados, como si el lenguaje habitual no fuese suficiente para captarlo todo: “Caboescapada de la lengua. Lame la muñeca. Los dientes dispuestos como en una sonrisa., ¡sí! Gran oleaje de escupajo. Un lado aislado de los calcetines como una segunda llaga irritada. Un ja-ja-ja se alza. Una risita sacude la cabeza. Por tanto, la lengua no consigue encontrar el laberinto. Yo creo que dentro está calentita. Infestada dulzura…” A las nueve de la noche, el narrador, preso quizá de la misma crispación que empieza a contagiarse al lector, prueba nuevas maneras de escribir, prescindiendo de toda puntuación (lo cual, curiosamente, tiene el efecto de no saber qué parte del cuerpo realiza qué cosa). A las diez de la noche, como si se entrase en un bucle desquiciante, se repite el capítulo inicial con las letras de las palabras invertidas… hay que leerlo con un espejo. A las once, el narrador, agotado, derrotado, finaliza su registro. Al fin y al cabo, como dice la poeta y crítica Marjorie Perloff en su epílogo, “Inquieto es la exaltación, fascinante y perversa, de la victoria de la mente sobre la materia”.

Hemos acompañado a Goldsmith durante diez horas de su vida. Diez horas anodinas, en las que no sucede nada relevante, salvo el fracaso de la propia percepción, la pretensión del autoanálisis objetivante. También nosotros estamos agotados. La lectura de Inquieto tiene hasta efectos físicos. Nos pican los ojos. Sentimos una irritación que cosquillea por la piel. Esta experiencia podríamos definirla como ‘poésie verité’ con ecos de ‘spoken word’, si queremos ser un pelín pedantes, o como una investigación “inquietante” -valga la redundancia-, si queremos ser mucho más claros. En cualquier caso, y perdónenme el tópico, nada que deje indiferente. Inquieto es una propuesta arriesgada que interesará a algunos y pondrá de los nervios a otros, cosa que la editorial La Uña Rota -que no en vano lo incluye en su colección de “Libros inútiles”- acepta y, posiblemente, busca. La osadía de lo inútil, claro, tiene un precio, y a nosotros en este caso nos parece que es justo.